Cuando todo lo demás se ha ido, el amor sostiene.
-bell hooks
Una de las cosas que más me entristecen en la vida es todo lo que las mujeres hacemos para ser vistas, para sentir que alguien nos elige. Y no importan los títulos o el puesto de trabajo, si somos feministas o no, igual caemos en esa trampa perfectamente estructurada para hacernos cachitos. Esa trampa es el amor (sí, aunque suene como el nombre de una canción de Maná).
En clave marxista, diré que el amor es el opio de las mujeres. Y me refiero a un tipo de amor muy específico, al que Platón definió como Eros y al que el feminismo señala como “amor romántico”. Ese que te arranca de ti, que te deja tendida en la cama con los ojos hinchados; ese que te embriaga y te corta y te rompe.
Las escrituras sobre ello son infinitas. Rosario Castellanos, por ejemplo, en su poema Lamentación de Dido, hace uno de los relatos más desoladores sobre una mujer con el corazón destrozado.
En el texto, la voz poética se duele por el abandono de su amante: “Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no hay muerte. /Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que dolor?— me ha hecho eterna”.
Este es un texto que no solo relata la historia mítica entre Dido y Eneas, sino que también revela parte de la relación tormentosa que Castellanos vivió con el filósofo Ricardo Guerra. Y cuando hablo de Rosario, me refiero a una de las intelectuales más influyentes en Latinoamérica. Aun así, estaba atrapada en la exaltación de ser mirada por él.
Y me sofoca pensar en eso, en la finura del anzuelo amoroso, en la eficacia sistemática con la cual nos destrozan desde niñas para que aceptemos el maltrato, la humillación.
Para robarme las palabras del escritor Allen Ginsberg, diré que he visto a las mejores mujeres de mi generación extraviadas en la ansiedad de recibir un mensaje, desesperadas por una palmada en la espalda, dispuestas a abandonarse a sí mismas a cambio de un beso, enloquecidas por un "te quiero" a medias.
Y es que el patriarcado nos educa para ser esclavas de los ojos extranjeros. En El ser y la nada, Sartre escribe: “Por la mirada ajena, me vivo como fijado en medio del mundo, como en peligro, como irremediable. Pero no sé ni quién soy ni cuál es mi sitio en el mundo”.
En el caso de las mujeres, este hecho toma tintes exagerados, pues una de las estrategias del patriarcado es la de enseñarnos a nunca ser suficientes, a temerle a la soledad, a pelear contra las otras para ser escogidas. Desde pequeñas nos adiestran para dudar de nuestros talentos hasta límites devastadores, para estar en guerra perpetua, para creer que solo hay algo que puede sedar el dolor inmenso y la vergüenza de ser nosotras: el amor romántico.
Pero el amor nunca será el obstáculo. Para la filosofa feminista bell hooks, es importantísimo poner al amor en el centro. Entender que el problema es el sistema y sus lógicas destructivas; el problema, en todo caso, son las formas patriarcales de querer, como la posesión o el sometimiento, y no el amor por sí miso.
Para esta autora, es urgente volver a nosotras y no dejar de creer en las potencias del cariño (uno construido fuera del abuso y el poder). Ella también invita a soltar los lenguajes de la batalla, a optar por formas más suaves y justas de vincularnos. Yo concuerdo con hooks. Sería trágico que también nos arrebataran la posibilidad de querer.
Por eso, a pesar de lo roto, apuesto por el remiendo, por creer que otras formas de la ternura son posibles. Igual que Pizarnik: “No importa si cuando llama el amor / yo esté muerta. / Vendré. / Siempre vendré / si alguna vez / llama el amor”.