Cuando leo soy un volcán.
Una lumbre que no termina.
-Rebeca Leal Singer
El pasado tres de junio se cumplió un año del deceso de Katia y Maurice Krafft, dos vulcanólogos y cineastas franceses que murieron tras la erupción del volcán Unzen, en Japón. Su paso por este mundo dejó más de 200 horas de metraje con imágenes surrealistas donde la lava, la destrucción y la vulnerabilidad humana son el centro.
Fue el increíble cineasta Werner Herzog quien, al acceder a las grabaciones de los Krafft, le dio forma a Fuego interior: réquiem para Katia y Maurice, un documental acerca de la vida de esta icónica pareja. Sin embargo, más que una película para retratar las experiencias de Katia y Maurice, es un ensayo sobre la mirada.
Herzog genera un palimpsesto donde la escritura de los Krafft y la de él se unen para configurar un documento poderoso sobre dejarte arder. Mientras veía la cinta, pensaba muchísimo en la famosa frase del rancio Bukowski: “Encuentra lo que amas y deja que te mate”.
Fuego interior es un relato sobre la manera en la que nos vinculamos con nuestras fuentes de vida, con esas pasiones que nos amarran al mundo. Pienso ahora en el “ikigai”, un concepto japonés que hace referencia a “la razón de vivir”, la chispa, aquello que nos anima y nos hace creer que vale la pena existir. Entonces, me digo, esta peli es sobre el ikigai y los límites a dónde puede llevarnos nuestro amor por algo, ya no por alguien.
Está, por ejemplo, mi relación con la escritura. Un estira y afloja constante. Un lugar de autodestrucción y de vida. Un territorio de donde, a pesar de mis esfuerzos, no salgo sin rasguños. Al final, los Krafft murieron porque estaban demasiado cerca del volcán antes de que este hiciera erupción. Se cuenta que siempre estaban demasiado cerca; ignoraban los peligros con tal de asomarse al cráter, de mirar las humaredas, de captar con sus cámaras toda la rabia de los volcanes.
Así con la escritura; me paro ante ella y dejo que me arrastre. Salvarme me parece una cobardía y simplemente me lanzo. Me abro las tripas, me descuartizo y nada más importa que el poema, la columna, el ensayo, las palabras. Solo me interesa el lenguaje que se arremolina en mi cuerpo, en las teclas de mi laptop. Y mis relaciones familiares se desgastan por todas esas cosas que digo acerca de ellos en mis textos. Y los hombres que me gustan se asombran cuando leen sus nombres publicados en alguna revista. Y me llevo a lugares oscuros para encontrar el relato, el meollo del asunto. Nada importa, solo esta pasión primigenia.
Así los Krafft, en situaciones donde su integridad sí estaba literalmente en riesgo, simplemente se lanzaban a la posibilidad de morir; lo que fuera a cambio de mirar, una vez más, un volcán. Así, archivaron cientos de imágenes que más bien son poemas, versos en erupción, palabras-volcán, metáforas-lava.
Fuego interior es una película del borde, fronteriza, siempre a punto de saltar al abismo. Al mismo tiempo, es una cinta dulce, que avanza despacito y te invita a mirar un mundo que parece irreal. Ahí está otro de sus grandes pesos: los Krafft, a través de sus grabaciones, muestran imágenes de este mundo, pero que parecen de otro, y eso recuerda lo necesario de danzar la mirada, de dejarla descansar sobre la materia hasta encontrar ese detalle que escapa de la inmediatez, que se alimenta de lo despacio.
Cuando terminé de ver esta cinta, le envié un mensaje a la persona que me la recomendó. Le dije: “Creo que quiero convertirme en un volcán”. Y eso necesito, saberme fumarola. Ser lava.