Se llamaba Liduvina, era una monjita muy inteligente que tenía una gran habilidad de conectar contando historias y de atrapar tu atención con sus explicaciones. Era una de esas personas a las que inexplicablemente quieres enorgullecer.
La “Madre Lidu” como le decían de cariño, fue mi maestra en sexto de primaria, pero me acompañó durante muchos años de mi vida de diferentes maneras. Fue una de esas primeras docentes que marcó mi infancia de manera positiva y alguien a quien siempre le voy a guardar un lugar especial en mi corazón.
En aquel entonces yo era una alumna muy “ñoña”, mis calificaciones eran perfectas, pero siempre se veían un poco “empañadas” por mi conducta. Todos sabemos que generalmente los alumnos “de 10” son los favoritos de los profesores y la verdad es que la Madre Lidu pecaba de no disimular el cariño que sentía por mí. Me enseñó a tejer, me servía tazas chiquititas de café descafeinado y me regaló mis dos primeros libros.
La Madre se sentía orgullosa de mí, incluso hay una fotografía que me tomaron recibiendo mi certificado de primaria y entregando la Bandera y ahí está ella, en el fondo, con los cachetes y el pecho hinchados de orgullo, como si fuera una especie de tía, amiga, mentora, abuela o, simplemente alguien que te quiere mucho y que está feliz por verte crecer.
Cuando llegó la hora de irme a secundaria, entré a la que en aquel entonces se consideraba “la mejor y más estricta” de Morelia. Lidu estaba feliz y para celebrarlo, me regaló SU máquina de escribir. Una Olivetti Lettera impecable, que funcionaba perfectamente y que guardaba en su estuche rígido original. ¡Cuánto amaba esa máquina! Tanto, que hace dos años me hice un tatuaje y ahora la llevo en el brazo derecho.
Los años pasaron y seguí visitando a Lidu en el internado, hasta que la Congregación la cambió de Colegio y se fue a otro estado. No supe más de ella, sino hasta que viajé para tener la que considero, mi mejor entrevista de trabajo. Yo tenía 25 años y llevaba al menos unos 14 sin verla.
Estaba en la central de autobuses para venir a la Ciudad de México a hacer mi entrevista cuando la vi. Ahí estaba, sentada con su chalequito negro tejido, no lo podía creer. Me acerqué y me reconoció de inmediato. Me vio con tanta felicidad, que jamás voy a olvidar su expresión. La misma que tenía en esa foto en la que me estoy graduando de la primaria, jaja.
Me tomó la cara con sus manos que ya se sentían más arrugadas y luego de inspeccionarme y abrazarnos muy fuerte, le conté a dónde iba. Tuvimos muy poco tiempo para ponernos al día porque yo tenía que salir y ella también, pero alcanzó a decirme que estaba de vuelta en Morelia, en mi colegio. Me deseó suerte y acordé visitarla.
Me quedé en ese trabajo, el trabajo de mis sueños. Y de alguna manera, siempre pensaré que Lidu me dio su bendición y que fue el empujón que necesitaba. Me mudé a Ciudad de México y cada que regresaba a Morelia, pensaba en ir a verla, pero al final no lo hacía. “La próxima vez”, le contestaba a mi mamá, cuando me preguntaba por Lidu.
Mi mamá fue a visitarla varias veces porque también se querían mucho. La última vez, que la vio me mandó una foto de Lidu, ya en silla de ruedas y me prometí que en mi siguiente ida a Morelia, ahora sí pasaría a verla. Ya no se pudo.
Cuando marqué al Colegio para preguntarle si podía ir a verla, me dijeron que Lidu había fallecido una semana antes. Tampoco voy a olvidar nunca lo que sentí. Lloré mucho, me arrepentí y aprendí mucho. Eso fue hace casi ocho años y hoy todavía me duele haber dejado esa visita “para después” o “para la próxima”.
Cada vez que postergamos, perdemos pedazos de futuro y el arrepentimiento es una carga pesada. De la Madre Lidu aprendí muchísimas cosas, pero sin duda, la más importante es que la desidia nos roba oportunidades y sueños