Columnas

La orquídea de mi abuela

Escrito por Alexis Alanís Gómez | 29 febrero 2024

 

¿Será que quienes ya no están físicamente con nosotras encuentran la forma de hacerse presentes? 

Hace cinco años murió mi abuela. Su partida fue mi primer acercamiento verdaderamente doloroso con la muerte. Nunca antes había experimentado esa agonía en el pecho, la que llega cuando pierdes ―de verdad― a alguien que amas. Sin duda lo que más le agradezco, es haberme dado a mi papá, pero no sólo el acto de haberlo traído al mundo, sino de haberlo convertido en el extraordinario ser humano que es. 

Está presente en la mayoría de los recuerdos más felices que tengo de mi niñez y fue pieza fundamental para saber tratar con amor, para utilizar palabras cariñosas y para entender cómo darle la vuelta a lo negativo con un chiste. Los regaños venían cuando le quebraba las plantas con mi balón, porque claro que era una de esas personas que amaba y disfrutaba cuidando el jardín.

En marzo, unos días antes de que falleciera, me regalaron una orquídea blanca, que nunca pude sacar de la bolsa en la que venía, porque no tuve tiempo y con su partida, ni siquiera recordé. A los pocos días se quedó sin flores y no me esforcé para nada en cuidarla. 

En noviembre de ese año y al acercarse la fecha en la que sería su cumpleaños, soñé por primera y única vez con ella. Creo que me faltarían palabras para describir cómo fue esa experiencia, pero me voy a limitar a contar que en cuanto apareció en ese sueño, me dijo lo que yo necesitaba para estar tranquila: “Todo está bien y todo va a estar bien, mi vida”. 

Desperté y me puse a llorar. Nunca había experimentado esa sensación de sentir tan cerca a alguien que ya no está, pero me dio paz y regresé a dormir. En la mañana, mi orquídea que hasta entonces había estado sin vida, tenía botones. No sé si estaban ahí antes, no sé si no había prestado atención, no sé si fue una coincidencia y las orquídeas florean en esa época o no sé si fue la forma que mi abuela encontró para decirme que seguía conmigo

Hoy creo fielmente en la última opción. Y no sólo por lo que sucedió esa noche, sino porque mi orquídea, “la orquídea de mi abuela”, desde entonces sólo da flores dos veces en todo el año: la semana de su aniversario luctuoso y la semana en la que cae su fecha de cumpleaños.