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Necesitamos romper con el deseo de vernos "normales": algunas estrategias para abrazar nuestra monstruosidad

Escrito por Anahí Gómez Zúñiga | 07 marzo 2024

 

Parte 2*: Relatos sobre la locura y otras formas de estar en el mundo

El papá de una de mis amigas acaba de morir. Y, mientras llorábamos en la sala de su casa, nos preguntamos por qué incluso en el dolor más profundo nos importa tanto que las personas nos vean “normales”. ¿Por qué nos afecta tanto que sean visibles nuestras roturas, que nos sepan imperfectas, disfuncionales, fragmentadas?

La escritora Valeria Tentoni lo dice mucho mejor que yo: “Sí, claro que deberían/ darme un premio/ por aguantar tan bien/ al animal/ que tironea y quiere salir de mí/ cuando me preguntan/ como si nada/ cómo estás”.

Nunca más calladitas

Especialmente en los episodios depresivos, cuando mi cuerpo cansado y adolorido apenas responde al afuera, me obligo a mantener el ritmo de siempre, aunque las consecuencias sean descensos más profundos, recaídas y fines de semana enteros sin moverme de mi cama, a veces ni siquiera para comer o ir al baño. 

Vivo solita. Solo yo me entero de esas pequeñas fallas en el sistema funcional y limpio de todos los días. Esto que te cuento no lo saben ni mis amigos. Posiblemente se enteren de ello si alguna vez leen esto.

Hace mucho que no me sucede. Ahora la cosa es menos severa, afortunadamente. Pero antes, cuando de verdad me encontraba en mi fase más dark, también me creía incapaz de abrir la boca para pedir ayuda. Un día, al salir de la universidad, mientras esperaba el camión para ir a casa, escuché una vocecita en mi cabeza, una que me pedía desesperadamente que me lanzara a la avenida, justo delante de un tráiler azul marino. Me causa gracia que recuerde con tanta claridad el color. 

Sentí pánico y, por fin, después de casi 13 años de silencio, pedí ayuda. Comencé a tomar terapia y hablé con mis personas cercanas sobre lo que me sucedía. Durante ese tiempo, cumplía exitosamente con mis tareas escolares, tenía un novio, salía de fiesta, casi nunca faltaba a la escuela y lavaba mi ropa cada fin de semana. Ni una mancha en el expediente de la normalidad, a excepción de todas las veces que no dormía porque sentía un dolor insoportable que se apoderaba de todo mi cuerpo.

Y es que ese mandato, el de la funcionalidad, el de la normalidad y la sanidad, es uno de los más dolorosos. Estamos siempre forzándonos a silenciar nuestros delirios, nuestros dolores, con tal de mantener ante los ojos del mundo la imagen intacta de unos rostros apacibles. 

Qué difícil es dejarnos saber mal. Decir “de la chingada”, cuando alguien pregunta cómo estás. Qué cabrón es quitarnos de la cabeza esa voz que nos culpa por “querer llamar la atención” cuando hablamos de nuestros problemas. Qué injusto el miedo a ser miradas con recriminación, con asco, cuando algo dentro deja de funcionar. Qué liberador decir no, calladita no, Neruda. Qué poderoso romper los mandatos de la cordura: ser bonitas, limpias, sonrientes, amables y bien portadas todo el tiempo. A veces está bien astillarse, descomponerse, andar por la vida con la herida infectada, con las costras a la vista, con nuestra capacidad infinita de fallar. Qué necesario es, para nosotras y las demás, que aprendamos a  enfermar, a estar tristes, incapaces. Qué necesario aprender a desbordarnos y escupir los moldes de cordura que nos mantienen en estas celdas tan crueles.

Por eso, en uno de sus poemas, Marisa Wagner dice: “Si yo no estuviera loca/ ¿Qué estaría?/ ¿Muerta?/ ¿Desaparecida?/ Y estar loca / ¿No es una manera como otra cualquiera de desaparecer o de morirse?/ Pero no filosofemos… ¡no jodamos!/ Si yo no estuviera loca estaría cuerda./ Haciendo la fila/ para pagar la luz, el gas, el teléfono./ Haciendo otra fila/ para pagar los impuestos./ Estaría mirando los clasificados./ Los informativos. (...) .No sé si lo resistiría./ Creo que no sabría que hacer del otro lado”.

Y sí, que compleja, que terrible y desquiciada puede ser la realidad de los cuerdos. 

La ropa bien planchada 

En su libro Todas las esquizofrenias (que no puedo parar de citar e, incluso, pienso que esta serie de cuatro relatos es solo un pretexto para hablar de este libro), Esmé Weijun Wang cuenta: “Paso por normal con más facilidad que mis camaradas de las filas esquizofrenicas. Cuando hojeo los pasillos virtuales de La Garçonne, voy buscando un uniforme para una batalla con múltiples frentes. Si la esquizofrenia es el reino de los desaliñados, yo me mantengo fuera de sus fronteras como ingénue de porte muy erguido, sin una mancha que me delate más allá de los confines de la boca. Hasta cierto punto se podría decir que tener una reluciente fachada -tener buena cara, vestir bien- me protege”.

No sé si tú sepas, pero me encanta la moda. Y un día se me ocurrió raparme. Recuerdo que eso me provocó una recaída. En cuanto me miré al espejo, pensé que me había dejado al descubierto. Me veía como las mujeres locas de las pelis, las que encierran en los manicomios. Me sentí enferma, evidentemente enferma. Y cuando salía a la calle, me imaginaba que todo el mundo se daba cuenta. Luego, con el tiempo, decidí apropiarme de la imagen. Nombrarme loca, saberme así, un poquito fuera de acá y expresar abiertamente mi personalidad a través de mi ropa. 

Con esto no estoy diciendo que debamos andar por la vida totalmente destruidas (a menos que sea necesario, porque a veces lo es). La invitación es simplemente a no tener miedo de que vean nuestras cicatrices, a no mirarnos dentro de los límites de la normalidad. Incluso, a no dejar de usar muchas cosas que nos gustan por el temor de vernos “demasiado extravagantes”. Es tiempo de fracturar las lógicas estéticas, sumamente grises, de la cordura y la normalidad. 

Entonces vuelvo a Esmé. Ella habla de utilizar la moda como un arma política que nos ayude a subvertir las expectativas deshumanizadoras del sistema. Usar al glamour como un arma. Crear un glamour desafiante que hable de belleza, pero también de muerte; de amor, pero también de locura. La autora escribe: “Mi manera de vestirme no es mero camuflaje, es una táctica de intimidación, como cuando el puercoespín enseña sus púas o el búho hincha el cuerpo en una ofensiva defensiva: vestida como si todo el mundo debiera temerme”.

La moda es un territorio enorme, uno capaz de fracturar. 

La monstruosidad

Ahora pienso en la monstruosidad de la locura, en lo mucho que asusta su estética, su olor, sus formas irracionales y poco civilizadas. En el miedo a ser locura, es decir monstruosidad, aquello informe, inexplicable. Aquello que se escapa, que no se deja domesticar. Y eso me hace pensar también en las posibilidades infinitas y potentes de abrazar la monstruosidad, de entregarse a ella como una manera más de romper lo establecido, de disolver las fronteras limitantes de la cordura, los corsés que asfixian. 

Ahora que se acerca el 8M evoco lo infame que les resulta a muchas personas que las mujeres salgan a manifestarse, a mostrar sus senos en forma de protesta. Una situación que me parece importante del feminismo, de seguir marchando para apropiarnos de la potencia loca de nuestros gritos, de la monstruosidad de nuestros cuerpos rebelándose.

Y este será justamente el tema del siguiente relato de locura: la monstruosidad y sus potencias. ¿Me acompañas? 

 

*Consulta Relatos sobre la locura y otras formas de estar en el mundo (parte 1).