El objetivo que me planteé para este año fue aprender a quedarme. Se convirtió en mi deseo primordial. Después de mucho tiempo en huida, me di cuenta de que la casa en llamas se había quedado atrás. La guerra había terminado pero seguía con la espada desenvainada.
¿El problema? Que desde entonces, hasta ahora, no sé cómo bajar las armas. Me cuesta mucho dejar de temer, de sospechar, de escapar. Escucho un sonido extraño y estoy fuera. Saco las garras, se erizan mis vellos y desenfundo los colmillos. Ataco. Me voy.
Eso es lo que mejor sé hacer: irme.
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Ahora está de moda hablar de soltar, de dejar ir. He visto cursos, seminarios, retiros espirituales para aprender a desapegarse de las cosas, pero, ¿quién te enseña a quedarte, a pausar el paso, respirar y vaciar las maletas?
Pienso en un película: Flee: huyendo de casa. Una de las cintas más tristes que he visto. En ella hay una escena donde el protagonista habla de su incapacidad para permitirse ser amado, para estar bien, para no huir. Otro escapista. Él cuenta que nada le fue más difícil que entender que ya no estaba en peligro.
Aunque en un contexto radicalmente distinto al del protagonista de Flee, también voy por la vida con el corazón acelerado, con tanto miedo en el cuerpo que a veces me cuesta hacer otra cosa que no sea correr.
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¿Huir es igual a caminar?
Huir es mi forma de caminar.
Huir es mi forma.
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Huir para ponerte a salvo. Así empieza todo. Primero se trata de un acto de sobrevivencia: si no fuera por mis dones de escapista, no estaría aquí, escribiendo estas palabras. Sin embargo, huir también se convirtió en mi única forma de existir, de amar. Siempre pronuncio las palabras finales. Siempre pongo el último punto en la oración y ando por la vida con el corazón roto, con el deseo de quedarme, pero sin el valor para hacerlo.
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Hay personas que pasan años en el intento de la soledad. Y existimos otras, las que no entendemos nada sobre los hogares poblados, sobre la compañía constante. Somos quienes nos aislamos cuando las cosas se desmoronan, quienes no sabemos pedir ayuda, quienes no aprendimos a decir te quiero.
Y las palabras se nos caen, se deshacen dentro de nuestros estómagos. Nada sale. Nada se transparenta en nuestros cuerpos. Lo soltamos todo y da igual, para nosotras las cosas simplemente desaparecen y no sabemos esperar algo distinto.
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Desaprender lo que alguna vez me ayudó a sobrevivir es uno de los procesos más duros que me ha tocado experimentar. Dentro de mí late el miedo a que si bajo la armas, me voy a hundir otra vez. Pero no, o quizás sí, pero ya aprendí a nadar y a veces me olvidó de eso, de todas las cosas que ahora sé.
Supongo que quedarme en los espacios, en las personas, en los sueños, es un acto cotidiano que debo practicar poco a poquito. Al final, guardar la espada es complejo porque implica ser vulnerable ante el mundo.
Vul-ne-ra-ble, una palabra que proviene del latín vulnus (herida) y se refiere a la capacidad de ser herible.
Creo que lanzarme al vacío a sabiendas de la herida, es uno de los actos más valientes que soy capaz de imaginar. Y no estoy hablando de autodestrucción; estoy hablando de caer, de permitirme vivir.