Saltar al contenido

“Todos somos extraños” y la soledad contemporánea

Todos somos extraños y la soledad contemporánea

 

Otra forma de soltar fantasmas 

En una de esas decisiones autodestructivas que llegan cuando cae la noche, decidí ver Todos somos extraños en la madrugada. Mejor hubiera sido poner Actividad Paranormal o alguna de esas películas. En cambio, vi la última cinta de Andrew Haigh y solo pude llorar, envolverme en mis cobijas y tener algunos de los sueños más tristes de los últimos meses.

El largometraje, basado en Strangers ―novela de Taichi Yamada― narra la historia de Adam (Andrew Scott), quien es escritor y ―oh, sorpresa― lleva una solitaria vida en un pequeño departamento en Londres. Un día conoce a Harry (Paul Mescal), quien vive en el mismo edificio. Juntos experimentan la multidimensionalidad de su sexualidad y su capacidad de amar en un mundo solitario y silencioso como el nuestro.

Ahora que hablo de silencio y soledad, esta peli me llevó a pensar justamente en eso que parecería una contradicción absoluta. Es decir, en realidad el afuera es caótico, ruidoso, una explosión de noticias devastadoras, de muertes, camiones atravesando la carretera, el claxon de un auto que pasa frente a tu casa, otro niño que llora, un perro ladrando en la esquina y tantos, tantos sonidos que lo llenan todo. Sin embargo, persiste la sensación de desamparo, de hundirte en un espacio del que parece imposible escapar. Todo es una confusión constante y esto es algo maravillosamente expresado en la película de Andrew Haigh. 

En pantalla aparecen dos personajes principales que me mostraron sus heridas, sus duelos, la tristeza que llevaban incrustada en sus cuerpos y el deseo de curarse juntos, en un ambiente donde es complicado entender qué sucede de verdad  y qué es una alucinación. 

En algún momento Adam, quien escribe sobre su padre, vuelve a su casa de infancia solo para percatarse que dentro todo está inmaculado. Incluso sus padres le reciben tal como eran cuando él tenía 12 años, el momento en el que ambos murieron en un accidente de automóvil.

Es en esa casa, en el reencuentro con su familia, donde el personaje se enfrenta a algunas de las escenas más dolorosas de la película. Así entendí que no importa el tiempo, frente a nuestros padres siempre somos infantes en busca de perdón, de validación, de ternura. Algo dentro se contrae. Algo dentro se expande en su absoluta vulnerabilidad cuando mamá me mira y me habla de los tiempos pasados. Las heridas siguen expuestas. Si mi padre se disculpa por las fallas de otro tiempo, es la niña que fui quien lo escucha.

Así, Adam transita esa vuelta a la infancia con la conciencia y el cuerpo del adulto que ya es. Aún con ello, vuelven los miedos y las inseguridades del niño homosexual al que molestaban en la escuela primaria. Al mismo tiempo, avanza un romance profundamente apasionado y carnal entre Adam y Harry, dos hombres que no saben dónde poner su dolor o cómo retrasar su caída. 

En toda la cinta no hacía otra cosa que pensar en los fantasmas. En mi incompetencia para soltar y vivir lejos de todo eso que me hace daño. Por ejemplo, mi casa está llena de plantas muertas, de flores resecas; al principio pensé que era otro de mis gustos por estéticas extrañas, ahora creo que es más bien mi incapacidad para dejar ir, para decapitar memorias y simplemente avanzar. A tal grado que, según parece, también me he convertido en un espectro.

Y es justamente eso lo que acaba por sucederle al personaje principal de la cinta. De tanto convivir con sus fantasmas, de tanto aislamiento, termina existiendo absolutamente en el ayer. Con un pie en eso a lo que llamamos “realidad” y el resto de cuerpo en algún lugar borderline donde todo se confunde con un sueño lejano y doloroso. 

Esta película me parece una invitación para pensar hasta qué punto dejaremos que nuestro pasado y nuestro dolor nos hundan en un espacio brumoso sin posibilidades para respirar. Y, para no abandonar mi tradición de pensar en las películas a partir de una rola o un poema, diré que esta cinta es Sin aliento, de Danza invisible (una de mis canciones más personales, por cierto). Creo que ambas (la película y la canción), son grandes ejemplos de lo que significa vivir con depresión. 

Solo quiero advertirte que, después de ver esta peli, no volverás a escuchar a los Pet Shop Boys de la misma forma. 

Comenta, comparte, conecta