Festejé mi cumpleaños declarando:
esta soy yo, materia
que se cumple y se destruye.
-Elisa Díaz Castelo
Hoy, 15 de febrero, es mi cumpleaños y eso me asusta un poquito. ¿A ti no te da miedo la forma tan atroz que tiene el tiempo de escaparse? ¿No te pasa que alguna vez creíste que con la adultez sabrías a dónde ir pero te atraviesan los años y sigues perdida?
A mí me sucede. Siempre. Y en mi aniversario todos esos pensamientos se acumulan de forma vertiginosa. Me atrapan y no me los puedo sacar. Son como esos mosquitos zumbadores que se te pegan al oído por las noches, y te confiesan cosas absurdas que no quieres oír.
Te digo esto del mosco y no sé por qué pienso en Aftersun, de Charlotte Wells. Una película que me hizo berrear. Si todavía no la ves, te cuento rápido: es la historia de una niña y su padre. Ambos salen de vacaciones y, durante los días de descanso, el papá cumple años. Pero él es un hombre sumido en una de esas tristezas de las que ya no se vuelve.
En la peli hay una escena desgarradora: primero, un grupo de turistas le cantan el clásico “Happy Brithday” y el papá les mira totalmente ajeno. Luego, se le ve en su cuarto llorando, de la forma en la que una llora cuando sabe que todas las apuestas se perdieron. Un llanto-asfixia, como este poema de la escritora Zel Cabrera:
“Mi madre puede decir lo que sea
y lo que sea será más cierto
que la lágrima que cae
en un día de cumpleaños
porque la luz sigue prendida
diciéndome que hay pastel y velitas;
gente que espera para abrazarme
aunque el amor no sea cierto
ni estas palabras que enuncian
la felicidad”.
Si me dejas admitir algo, te diré que así eran mis cumpleaños. Cada nuevo festejo era un peso horrible. Un recordatorio de que otra vez no había tenido el coraje para llenarme la barriga de pastillas y dejar que los gusanos anidaran en mi frente, como le pasó a Sylvia Plath. Cada vela era un dolor en la nuca, una evidencia de mi debilidad.
Hace exactamente 1080 días que eso cambió. Lo que antes narré como falta de valor, hoy lo veo con claridad: fue bravura. Tuve la fuerza para pelear por muchos años contra un monstruo anfibio que ahora llamo “depresión” (aunque, quién sabe, tal vez mañana resulte que todo esto es porque soy demasiado acuariana).
Y no sé si tenga sentido lo que te voy a contar, pero hay un pensador que admiro mucho. Se llama Ulrich Oslender. Él habla de las “geografías del terror”. Explica que algunos de los lugares que habitamos, a causa de la llegada de agentes violentos, se vuelven espacios de peligro.
La primera vez que experimenté una ideación suicida, tenía 12 años. Recuerdo que lo viví sin miedo, con placer. Me vi a mí misma cayendo. Con el tiempo se hizo cada vez más incontrolable y terrorífico. Yo, que en la niñez fui mi espacio seguro, me convertí en una geografía del terror, en una amenaza.
Ulrich también opina que todo territorio puede resignificarse, re-apropiarse. Somos seres activos, no pasivos. Eso también lo pensaba el filósofo francés Michel Foucault (mi crush absoluto). Él aseguraba que los dispositivos del poder nos atraviesan, nos sujetan, pero todo el tiempo estamos oponiendo resistencia. Nos rebelamos.
Soplar cada nueva velita, ahora lo sé, era mi manera de resistir. De decir no. Me quedo. Me quedo. Yo me quedo aquí.
La otra vez leí que las fiestas de cumpleaños nacieron en el antiguo Egipto. D’aubeterre Alvarado, en uno de sus artículos, explica que “eran un ritual pagano de protección para el faraón el día de su nacimiento, mediante la celebración de una fiesta fastuosa”.
El cumpleaños, entonces, nació de una verbena pagana. Y eso me gusta. No sé si sabías que a mi me encanta romper, morder, bailar descalza y cualquier cosa que me haga sentir libre. Por eso, ahora que re-habito mi territorio, entiendo a mi cumpleaños como un ritual de libertad. Y no quiero que pienses que te estoy dando un sermón sobre la luminosidad que llega luego de atravesar las sombras, o alguna de esas frases hechas. A mí también me dan flojera.
Lo que realmente quiero decirte es que Esmé Weijun Wang, la autora de Todas las esquizofrenias, quien tiene trastorno esquizoafectivo, relata que cuando llegan sus crisis se ata un cordón al tobillo para amarrar su mente a la realidad. Yo le robé esa idea y actualmente llevo una pulsera de estambre rojo, también en el tobillo. Es mi manera de sujetarme a la tierra, a la vida.
Este 15 de febrero renovaré mi atado de estambre. Y si ahorita —o más adelante, o en tu próximo cumpleaños—, te asalta esa voz, la que pide que te marches, la que miente al decirte que estás sola y no hay nada capaz de sostenerte, entonces te presto mi hilito rojo para que así, despacito, nos quedemos acá las dos.