Anatomía de una caída, de la cineasta francesa Justine Triet, es una de las películas más brillantes que he visto. Tal vez escuchaste de ella porque recientemente ganó el Premio Óscar a mejor guion original. Y no es para menos. Esta cinta se sostiene por los diálogos y la forma en la que las actrices y los actores encarnan esas palabras hasta el fondo de sus tripas.
Hace poco, en un taller, la escritora Isabel Zapata nos dijo que el ensayo no solamente es escrito, que hay ensayos materializados de muchas otras formas. Para mí, Anatomía de una caída es un ensayo sobre el derrumbe, sobre las muchas formas de hacernos cachitos.
Te cuento: la historia se centra en una familia. Sandra, la madre; Daniel, el hijo; y Samuel, el padre, quien cae del último piso de su casa y nadie sabe qué fue lo que sucedió. Es entonces cuando comienza una investigación para saber si la esposa lo lanzó del balcón, si se resbaló o se suicidó. A partir de este descenso, la cineasta retrata las múltiples caras del resquebrajamiento.
Lo primero que la película hace pedazos, es la ficción familiar. La cinta introduce al público en lo borrascoso de estas relaciones: las culpas, los gritos, el amor, la injusticia, las heridas y la violencia. Conforme avanza el filme, se revelan los desgarros de las y los protagonistas, sus fallas, su humanidad.
El hijo, quien asiste al juicio público donde su madre es acusada de homicidio, se entera de las infidelidades de Sandra, de la depresión del padre, de los golpes y conflictos sexuales que atravesaban en su relación. Y así, cae. Se viene abajo la silenciosa suavidad de lo cotidiano, de todo lo que se calla para mantener la quietud de la foto familiar.
"Todo lo que se pudre forma una familia", dice el poeta Fabián Casas.
Este largometraje presenta todas las formas que tiene una persona de hundirse en sí misma. Es poderoso porque Anatomía de una caída muestra de una manera real y dolorosa la forma en la que los seres humanos nos llevamos a nosotros mismos y a otros a los límites más insoportables.
Estar en el suelo. Sentir el cuerpo apenas. El dolor. La electricidad de perderlo todo. El silencio que llega cuando te das cuenta que caíste, que no sabes si algún día te vas a levantar. La caída es honda y esta película nos sumerge en toda su profundidad.
Mientras veía la peli recordé este poema de Marisa Wagner:
Cuando se toca fondo
y se mastica el polvo,
te das cuenta, aprendés,
que aún no lo has perdido todo,
que hay más que perder,
que el fondo, en realidad, no tiene fondo,
que aún se puede descender
y descender.
En esta parte llega el derrumbe de la fantasía colectiva. Aunque la tragedia asalta a una familia, el duelo lo llevan en soledad. Al final del día, una se queda sola consigo misma, con sus pesadillas, con sus angustias. Los personajes de esta película se ven en la necesidad de mirarse a sí mismos en lo más recóndito de sus miedos, de sus errores, de su soledad.
Caer es sinónimo de mirar.
Caer es encarar al yo.
Caer es comprender que nunca fuiste lo que se dijo de ti.
Caer es hablar otro lenguaje.
Caer es entender que no hay nada tan real como el suelo.
Pienso ahora en algo que le compartí a mi terapeuta en una sesión: “Ayer entendí que si vengo aquí, contigo, no es para ser más buena. No estoy aquí para evitar las recaídas o el derrumbe. Estoy aquí para aprender a caer. Y al final creo que de eso se trata la vida, de poco a poquito saber cómo caerte”. Y sí. Me pregunto cuáles serían las personas, las canciones y los relatos seleccionados para retratar la anatomía de mis caídas.
De hecho, a veces creo que habito ahí, en el descenso.