Me gusta preguntarle a la gente cómo está, seguir sus procesos de cerca cuando la tristeza les invade y llevarles de la mano cuando tienen miedo. Disfruto de cuidar a otros, a mi modo, con ternura y mucha paciencia.
Entonces recuerdo una pregunta que Daniela Rea hace en su libro Fruto: "¿Cómo aprendemos a cuidar?" Inmediatamente pienso en mi madre: sus manos sobre mi cabello, la sopa de fideos en la mesa, los pantalones remendados, la leche con bombones en mi taza de Kitty. Me acuerdo de todas las veces que puso trapos mojados sobre mi frente cuando la fiebre mordía mi cuerpo de niña; o cuando limpiaba mis mocos luego de uno de mis berrinches. Pero también me es inevitable no nombrar a mi abuela, a mis tías, a mis primas mayores, a todas esas otras madres que también tuve y que, sin darme cuenta, me enseñaron cómo “cuidar”.
Daniela Rea también se cuestiona: “¿Qué significa ser cuidadoso en un país, en un mundo como el nuestro? Significa necesitarnos, significa creer”.
Para mí, cuidar es la revolución más absoluta en medio de tanta brutalidad.
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Pienso en las madres palestinas que cuidan de sus familias bajo el estruendo de las bombas; en las mujeres jornaleras que dan de comer en los campos de jitomate; en las madres de la Plaza de Mayo buscando a sus desaparecidos, igual que tantas mujeres en México; en las costureras con sus hijas trenzadas de sus piernas mientras ellas tratan de sobrevivir a una jornada de doce horas.
Pienso en mi propia mamá, con su uniforme de enfermera perfectamente planchado, en sus zapatos viejos y llenos de grietas, en las ligas desgastadas que usaba para amarrar su cabello negro, en sus uñas mordidas, en lo poquito que comía y, en cambio, en los alimentos abundantes que yo recibía, en mis tenis nuevos con lucecitas, en los moños enormes que ponía sobre mi cabeza, en los montones de ropa colorida que tenía en mi clóset, en las muñecas novedosas sobre mi cama.
Pienso en las cosas que mi madre evitó darse a sí misma, en todo lo que hizo para que yo tuviera las posibilidades que ella no. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que estoy llena de alternativas. Además, mi corazón está calientito y eso es gracias a los cuidados que recibí de tantas mujeres. A esos tejidos infinitos que me mantuvieron a flote cuando no fui capaz de sostenerme a mí misma.
Aún es así. Mis amigas y las mujeres de mi familia todavía cuidan de mí. Ellas también aprendieron de sus muchas madres y me preparan té de canela, limpian mis lágrimas, me abrazan cuando tengo miedo. Y así vamos: avanzamos despacio en este acompañamiento radical.
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Vi Extraña forma de vida, de Pedro Almodóvar, un cortometraje sobre dos hombres que se enamoran. No quiero contarte demasiado, solo que al verlo me nació una certeza: el amor es cuidar.
Cuidar sostiene la vida y posibilita la voz. Cuidar es mi mamá, sus miedos, sus ansias y, a pesar de todo, sus brazos sosteniéndome.
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Hace un mes publiqué mi segundo libro: Sigo aquí, una serie de ensayos donde hablo de mi madre. Me moría de miedo de que ella lo tuviera entre sus manos pero, al fin y al cabo, fue la primera en comprarlo. Y un día mientras íbamos en un taxi, me contó que lloró mucho porque al leerme entendió que había sido una mala mamá. Y yo no supe cómo hacerle saber que me lastimó, que muchas veces tomó mi cuerpo y lo rompió, que me clavó los dientes y las uñas, que me arrancó pedazos de piel, pero que ahora lo sé: lo hizo porque es humana y es capaz de herir, así como yo también la he lastimado.
Ya lo entiendo: todas las heridas que me causó, son simplemente el lenguaje de su humanidad, de su propio dolor y, en realidad, no puedo pensar en una mejor mamá para mí. Gracias a sus cuidados estoy viva: ella me enseñó a mirar con ternura al mundo. Por su ejemplo soy capaz de tratar con suavidad a otras personas.
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Una breve nota para mi madre:
Ambas nos hemos jodido mucho, mamá. A veces ha sido una batalla donde cada una trata de gritar más fuerte que la otra. Y no dudo que siga sucediendo porque, al final de cuentas, creo que somos dos volcanes.
Ahora, al mirarnos como mujeres, somos capaces de cuidar la una de la otra desde lo más vulnerable de nuestro ser, de mirarnos rotas y acompañarnos.
Te nombro y evoco otra frase de “Fruto”: “Cuando tenga mi edad espero que ella pueda saber que su mamá fue la mejor mamá que le pudo dar”. Leo esto y entiendo. Lo sé, mamá. Todo está bien. La guerra entre ambas terminó.
Quédate quieta. No tengas miedo. Ahora me toca cuidarte a ti.