Quiero hablarte de algunas reflexiones que me envuelven cuando pienso en el arte y la cultura; cosas que me apasionan y al mismo tiempo me han dado algunas de las enseñanzas más grandes de mi vida.
Ahora recuerdo la idea no demasiado equivocada de que “la cultura no vende”. Resulta que, en general, creemos que los libros y museos son espacios aburridos para gente insoportable que anda por la vida con una boina y una cerveza artesanal.
En general, suelen decirnos que el arte es para un tipo de personas muy “preparadas” intelectualmente, y para quienes pertenecen a estratos económicos muy altos; estas narrativas anticuadas solo alejan a la gente de espacios que en realidad son mágicos y deberían pertenecer a las calles y no a las academias.
Spoiler alert: ya me voy a poner clavada. Históricamente la cultura se configuró para civilizar a ciertos tipos de personas consideradas “salvajes”. Con el tiempo, el uso que se le ha dado a la cultura ha cambiado de ropas, pero en el fondo el discurso de disciplina es el mismo: por un lado están las personas de alta cultura, los artistas y burgueses coleccionistas de piezas carísimas; del otro lado están el resto de personas con gustos “menores”.
Uff, aquí quisiera hablar como una desquiciada sobre Bourdieu, un sociólogo francés que admiro muchísimo, y su teoría acerca de cómo se construye el gusto, pero, dado el espacio, te lo voy a resumir: este señor hermoso explicaba que eso a lo que le llamamos “gusto” está estrechamente ligado con el acceso que cada persona tiene a la educación, así como a espacios donde se puede contactar con expresiones musicales o artísticas variadas.
Por lo tanto, el gusto está relacionado con el origen social y se usa como un marcador de clase. Por eso, si una persona de algún pueblo índigena usa ropa bordada, se le mira mal, e incluso es probable que le discriminen por ello; en cambio, si una persona blanca y citadina porta un huipil, se le aplaude y admira por el reconocimiento que le da a las comunidades indígenas.
Entonces el buen o el mal gusto está totalmente anclado a dispositivos coloniales, racistas y clasistas. Así se construye la “alta cultura”, la que es defendida por recintos como los museos, espacios que eligen qué cosa es o no arte. Sin embargo, hay otras expresiones culturales, que a veces también se cuelan en territorios museísticos, y que hablan nuestro idioma, que portan nuestras heridas.
Hay expresiones culturales que comen chamoyadas y no aspiran a la limpieza. Y ese es justo el problema, que todos estos discursos enseñados desde la escuela, donde todo lo cultural es algo aburrido para gente muy privilegiada, nos separan de esos otros lenguajes que podrían acercarnos cada vez más a quienes realmente somos.
Entiendo muy bien por qué dicen que estas cosas no venden; después de una jornada laboral asfixiante, lo último que quiero es leer un libro de Dostoievski. Más vale ver Acapulco Shore y desconectar el cerebro un momento. El cansancio es tanto que simplemente quiero descansar, olvidarme del mundo.
Pero estos también son relatos que ya no sirven. Leer un libro, escuchar música, hacer un dibujo, sentarse a escribir, pasearse por un museo y adueñarse de sus pasillos, ir al cine y comerse un kilo de palomitas, asistir a un concierto, son todas opciones para sentir la vida despacito, para vencer la producción, para apostarle al mundo de adentro y dejar que el alma respire poquito.
No hay nada como tirarse al suelo a escuchar tu canción favorita y sentir, por algunos minutos, que todo en la vida está bien, que nada ni nadie puede hacerte daño. O qué tal cuando lees en un libro algún fragmento que te hace sentir acompañada, menos sola; y qué me dices de escribir en las notas de tu celular todo lo que sientes para que el cuerpo pese menos.
Todas esas son posibilidades poderosas. Y qué más da si vas a escuchar salsa o jazz, si prefieres leer una novela romántica en lugar de un libro existencialista. Lo verdaderamente importante es que la música, la literatura, el cine, la danza, la pintura y todas estas expresiones te hablen realmente, que te hagan sentido a ti, que conecten con quien tú eres.
Para mí, son herramientas de autoconocimiento. Por ejemplo, puedo pasarme horas recorriendo mis galerías favoritas; es una forma de irme lejos de mis tristezas, de mis dolores. Solo estoy ahí, entre un montón de cuadros o esculturas que me hablan de tantas cosas, que se quedan silenciosas y no me juzgan. Es un acompañamiento suave. Entonces puedo llorar o reírme o simplemente quedarme callada y todo lo que me habita es válido. Pero también me permiten reconocer mis emociones y las del resto de personas desde otro lugar.
Todas estas expresiones son puentes potentísimos para llevarnos a explorar otras formas de habitar el mundo, de transformarlo, de hacer grietas y construir relatos nuevos, relatos comunes donde la vida y sus contrastes estén al centro.
Y así cierro esta breve columna, afirmando la potencia vital y transformadora de aquello que llamamos cultura. Confío en nuestras fuerzas para llevar eso que nos han arrebatado a todos los espacios posibles. Quiero que más personas sepan que una rola de Taylor Swift es igual de artística que una de Bob Dylan (le pese a quien le pese), que leer a Foucault puede servir perfectamente para entender una película como Mi Villano Favorito. Quiero que el arte le pertenezca a los parques, a los antros, a las chelas. Quiero que todas las personas reconozcan la sensación de irrealidad que te atraviesa cuando vas al teatro. Quiero vivir en una pintura de Modigliani y recibirte en ella. Quiero que nunca me falte la escritura. Quiero que nos inventemos los lenguajes necesarios para hablar de todo eso que nos habita. Quiero que la música sea nuestro refugio antibalas.
Anahí Zúñiga: Autora de los libros "Dislocaciones" (La comuna Girondo, 2020) y "Sigo aquí" (Comma ediciones, 2024). Ha publicado en medios nacionales e internacionales. Forma parte de diversas antologías poéticas. Entusiasta del cine, la música, la filosofía y todo lo que le recuerde que está viva. IG: @chicabowie