Llevo unos meses en la búsqueda de una persona que quiera recostarse conmigo mientras hablamos de cosas que en nuestras mentes suenan absolutamente profundas, pero que en realidad son una sarta de pachequeces que una dice para hacerse la interesante.
Hablar y hablar. Esa es mi cosa preferida. Pasar horas charlando, sentir la emoción de conocer a la otra persona, de averiguar sus gestos y habitar poco a poquito en sus caprichos, en sus manías. Y ese es justamente mi problema: la palabra. No sé usarla limitadamente. Conozco a alguien y mi dialecto se desparrama, sale de mi boca en forma de mar. El cuerpo del otro se empapa, se ahoga, no sobrevive. Lanzo una y otra vez mis olas.
Y en las noches saco a mi lenguaje de su cajita, lo pongo frente a mí y le digo que ya, que por favor sea más discreto, que es mejor ir despacio. Él me dice que sí, parece entender, me sonríe y nos vamos a dormir tan amigos como siempre. Pero al otro día, sucede lo mismo. Es un traidor.
No entiendo de dónde viene este deseo frenético de hablar frente a la gente que me gusta. Al final, la marea alta les ahuyenta. Y con justa razón. Los asusto, los devuelvo a su cueva y me dejan sola en la mía. Mi cuevita de palabras. Pero las palabras no me besan la frente cuando estoy asustada, ni me hacen otras cosas de las que no hablaré porque todavía es muy temprano.
Entonces sí, por su puesto. Me queda un poco más claro: el amor y el lenguaje son dos gemelas que me habitan. A veces peco de ingenuidad y pienso que tengo algún poder sobre ellas; pero no, al contrario, hacen de mí lo que desean. Caigo en sus trampas y me quedo aquí, un domingo cualquiera, escribiendo lo que a las dos hermanitas se les antoja. Ellas me demuestran que no tengo control sobre nada, menos aún de mis palabras.
Pienso en la escritura como un organismo vivo, autónomo y un tanto maloliente que me usa a mí para decir lo que le place. Soy solo un vehículo arcaico. Las palabras no me obedecen. Las palabras son las únicas y verdaderas anarquistas en este juego de ficciones llamado vida.
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Valeria Tentoni piensa en ella misma como una rata y en el amor como un pedazo de queso en una trampa. Ella dice: “Si yo fuese un ratón/ preferiría /perder mi cola en la trampa/ antes que mi queso. /Una y otra vez”.
Estoy de acuerdo con Valeria. El problema es que, en mi caso, no me ha vuelto a crecer una cola nueva y nadie vino a rescatarme de la trampa. Me quedé ahí, atrapada, en medio de una casa cualquiera, sin mi queso. Sin nada.
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El lenguaje es como el amor. Yo voy detrás de un sujeto afectivamente disponible, bien peinado, y termino enamorada de otro individuo con pantalones rotos que me hace sentir como una carga. Sin tiempo. Sin intenciones de quererme. Y de nuevo la burra al trigo. Como cuando me pasé un día entero encerrada en mi habitación porque quería escribir un poema sobre la gripe, y también me aferré a encontrar los versos correctos para hablar de mis mocos. Pero cada vez que lo intentaba, salían frases sobre mi papá. Al final, por su puesto, el texto se llamó Día del padre. La loca del amor y las palabras. Esa soy.
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Hace unos minutos leí en Twitter una de las muy conocidas frases de Pizarnik: “No importa si cuando llama el amor / yo esté muerta. / Vendré. / Siempre vendré / si alguna vez / llama el amor/”. Y pensé en mí acudiendo a mis palabras, a una nueva ilusión, a otro poema, a un libro diferente. Esta vez sí funcionará, me digo, ahora sí sabrás qué hacer, te darán la beca, querrá quedarse contigo, dirás lo correcto, no cometerás los mismos errores, saldrás bien librada. Ganarás. Aunque en el fondo sé que no. El lenguaje y el amor son una de esas bestias que no importa si las alimentas todos los días, igual te van a morder si te acercas demasiado.