Hay muchas maneras de ser mujer, y eso lo hemos aprendido del feminismo. Y por eso creemos en un feminismo que no le diga a las mujeres qué tienen que hacer o cómo debe ser su cuerpo para serlo.
-Laura Mijares y Ángeles Ramírez
Seguro también has escuchado muchas veces que el velo de las mujeres musulmanas es una evidencia de la opresión que viven. En países como Estados Unidos incluso se han realizado protestas donde diversas mujeres exigen el cese de instrumentos opresivos como el hiyab.
Resulta que muchas veces, para el feminismo occidental, hay una única forma de ser una mujer rebelde y liberada. El resto son “hermanas” oprimidas que de alguna manera hay que educar y salvar de la enajenación patriarcal de la que son víctimas. He escuchado esta clase de discursos de un montón de personas. “Es que ella no se da cuenta de su opresión”, suelen decir. Generalmente siento un profundo rechazo ante esta capacidad tan sencilla para subestimar a la otra, y creer que los privilegios académicos aportan todas las tarjetas necesarias para andar por la vida “salvando” a las demás de lo que se cree una forma insuficiente de existir.
Con mucha insistencia suelo preguntarme: ¿Qué nos hace creer que los parámetros del feminismo blanco son la cima de la libertad? ¿Por qué las corrientes blanqueadas son las que dictan cómo ser una verdadera mujer antipatriarcal? ¿Y si quiero hacer la revolución con una falda larguísima como las cholitas bolivianas? ¿Y si prefiero nombrarme a mí misma con un velo? ¿Y si prefiero ser “ama de casa” y al mismo tiempo salir a la calle a incendiarlo todo cuando desaparecen a otra? ¿Eso me hace menos feminista, menos capaz de luchar? ¿No se supone que una parte de nuestra pelea es para que cada una pueda elegir sobre sí misma? Entonces, ¿en qué momento dejamos de escucharnos una a la otra y comenzamos a imponer una única forma ideal, blanqueada, colonial y neoliberal de ser “una mujer rebelde”?
Yuderkys Espinosa Miñoso, en uno de sus artículos, señala “la colonialidad de la razón feminista”, que se sostiene por una mirada universal y eurocentrada a partir de la cual se crea una idea de la “verdadera feminista liberada”. Se trata de un modelo de mujer que responde a los intereses de la modernidad.
Y mucho ojito, porque la crítica de Yuderkys no va dirigida a cierto feminismo esencialista y colmado de discursos de odio; ella hace una crítica poderosa a los llamados “feminismos críticos”, los que le ponen los pelos de punta a las feministas radicales y que, aún así, apunta la autora, no han logrado romper con la mirada colonial, capitalista y racista respecto a la idea de libertad y emancipación.
Miñoso denuncia lo mismo que bell hooks: “lo que cuenta como teoría feminista es apenas un punto de vista producido por las mujeres blancas que han accedido a la formación universitaria gracias a sus privilegios de clase y raza”.
Desde esta perspectiva, los feminismos del norte han exportado hasta el sur un ideal de mujer feminista profundamente distorsionado y alejado de los contextos que rompen con la hegemonía. Esto se ve reflejado en varias de las críticas que se hacen desde occidente hacia las mujeres musulmanas que usan velo; críticas alimentadas por el racismo, donde un grupo se posiciona como el salvador de otro grupo con “menor capacidad intelectual”, anulando así cualquier posibilidad de decisión para las propias mujeres musulmanas.
Para las académicas Laura Mijares y Ángeles Ramírez: “Hay una parte del feminismo que comparte abiertamente estas posiciones esencialistas sobre el islam y el pañuelo, pero, sobre todo, sobre las situaciones de opresión a las que tiene que enfrentarse la mujer musulmana. Este planteamiento invisibiliza los diferentes contextos en los que se desarrolla la vida de las mujeres y proyecta sobre las musulmanas los viejos marcos pensados desde el colonialismo, el racismo y, ahora, las políticas antiterroristas”.
Para ambas autoras es necesario señalar las violencias hacia las mujeres en estos territorios, así como los espacios donde el hiyab es una imposición absoluta. Sin embargo, también es importante visibilizar que desde muchos frentes feministas se ha apoyado la prohibición del velo por considerarlo un símbolo de sumisión y opresión para las mujeres liberadas del nuevo mundo, sin tomar en cuenta a quienes eligen usarlo.
Entonces, por qué no escuchar a las feministas que llevan velo, a quienes eligen usar hiyab libremente. Por qué no entender que minimizar a la otra cuando su mirada no se alinea con la nuestra sigue siendo profundamente patriarcal y colonial. Por qué no comprender que la idea es pelear para que cada una decida libremente sobre su propio cuerpo-territorio.
Al respecto, Ana Santamarina Guerrero asegura que “el velo se convierte en el símbolo tangible de la existencia de un Islam fundamentalista que pone en peligro la integridad y tolerancia de las sociedades occidentales. Esta visión se deriva de una construcción concreta del pañuelo como contraria a los principios de igualdad entre hombres y mujeres. Esta construcción cuenta con precedentes históricos: durante la primera mitad del s. XX el pañuelo se identifica con el atraso y la situación subordinada de las mujeres. En este momento servía para justificar la colonización y misión civilizatoria en muchos países árabes. Ahora sirve para justificar toda la serie de incursiones emprendidas en el marco de la Guerra contra el Terror: En 2001, Laura Bush legitimaba así la invasión de Afganistán por Estados Unidos: la cuestión era salvar a las mujeres”.
El velo se ha usado como pretexto geopolítico por quienes emprenden la guerra contra el terror y el terrorismo, con el fin de construir un imaginario salvacionista que justifique la invasión y la violencia, así como el control espacial y sexual sobre las mujeres.
Lo urgente de cuestionar nuestros feminismos y la blanquitud de nuestras ideas radica en abrirnos el camino para no caer en lugares donde solo se escuchen las voces de unas cuantas; y, al contrario, crear espacios donde quepamos cada vez más.