Comienza marzo, el mes de los pañuelos morados. Se acerca el día 8, una fecha importante donde muchas mujeres deberíamos cuestionarnos un montón acerca de la lucha antipatriarcal. Por ejemplo: ¿La marcha conmemorativa es un espacio seguro para todas las mujeres o solo para algunas? ¿Será que esa manifestación solamente representa a un tipo de mujer? ¿Qué sucede con las que marchan en las periferias? ¿A ellas, que no están rodeadas de jacarandas y tambores festivos, quién las acompaña el 8M?
No creas que vengo aquí como una Grinch de la fecha. Lo que a mí me interesa es el cuestionamiento constante. Detenerme y preguntar: ¿Por qué creo lo que creo? ¿Quién me dijo que tales o cuales son los objetivos del feminismo? ¿Esas metas y aspiraciones realmente me hablan a mí, a las mujeres de mi familia o a quienes me rodean?
Por ejemplo, algo que me ha volado la cabeza últimamente, es oír a las mujeres indígenas hablar del aborto, de lo poco funcional que resulta para ellas esta lucha que, al mismo tiempo, se ha pintado como una de las batallas más importantes para el feminismo.
Una vez, en un seminario, la filósofa Yasnayá Aguilar nos preguntaba: “¿El aborto legal es el anhelo de ´todas las mujeres feministas´, como dicen, o de las mujeres blancas a las que no esterlizan a la fuerza?”. Ella mencionaba que para muchas, la pelea no es por lograr la legalización del aborto, sino para que dejen de esterilizarlas en contra de su voluntad (lo cual, evidentemente, es una estrategia de muerte para acabar con sus comunidades).
Y ojo, no se trata de minimizar ninguna lucha, sino de aprender a mirarnos entre nosotras. A no asumir, simple y calladamente, que las batallas de unas, son las de todas. Por eso hoy quiero hablarte de una teoría de Sofia Zaragocin, una reina a la que admiro profundamente. Ella, en su texto “La geopolítica del útero: hacia una geopolítica feminista decolonial en espacios de muerte lenta”, toma a las mujeres Épera, de Ecuador, como un ejemplo de resistencia desde el útero; resulta que ellas le hacen frente a la eliminación de su pueblo y al despojo de sus tierras, pariendo. Pero, para no hacerte bolas, vamos por partes.
No se puede defender el territorio-tierra sin que se defienda el cuerpo de las niñas y las mujeres
-Lorena Cabnal
No sé si alguna vez has sentido que te conectas con el mar o el viento. Me refiero a ese instante donde eres capaz de asumir tu pequeñez sin dolor, porque logras entender lo vasto del mundo y, por un momento, no eres tú: eres un grano de maíz, una gotita de lluvia, una hoja en el bosque.
A mí me pasó cuando fui a Chiapas y vi el Cañón del Sumidero. Me eché a llorar. Sentí que dentro de mí crecía una fuerza que me superaba, que me hacía cachitos, que se comía mi identidad y me dejaba flotando, infinitamente flotando.
En fin, no quiero ponerme melodramática, pero esos instantes que quienes vivimos en la ciudad experimentamos en ciertos momentos de clarividencia, son un hecho bien conocido por las mujeres defensoras de la tierra y el territorio.
Por eso, la autora Lorena Cabnal habla del territorio-cuerpo-tierra. Es decir, hay que entender primero que nuestra corporalidad es una escala espacial, nuestro primer territorio de defensa, y este cuerpo que somos está profundamente conectado con el lugar en el que vivimos (el territorio), pero también con la tierra (la madre naturaleza, por ejemplo). Somos seres situados, nuestras historias se escriben también a partir de los lugares donde caminamos. Nuestra vida depende de la sobrevivencia de los espacios que habitamos.
Lo que trato de explicar es que, en clave de género, la defensa de nuestros cuerpos-territorios está profundamente ligada con la defensa del espacio de afuera. Por ejemplo, hace treinta años, hubo un boom de maquilas en Ciudad Juárez y las mujeres comenzaron a tomar lugares que socialmente no les pertenecían. Debido a la feminización de las labores manuales, en las fábricas contrataban principalmente a mujeres. Eso las convirtió a ellas en cabezas de familia dentro de una sociedad profundamente machista.
Este hecho desató una ola de asesinatos que hoy sabemos nombrar como feminicidios, pero que entonces fueron un escándalo. La policía y los medios de comunicación aseguraban que había un asesino en serie que mataba mujeres jóvenes, trabajadoras de la maquila. Pero no era un solo homicida, eran cientos: eran los padres, los novios, los vecinos. El objetivo de fondo estaba claro: devolver a las mujeres al espacio íntimo, a las casas, fuera de lo que se entendía como el territorio de los hombres.
Entre más espacios conquistamos, más violencia reciben nuestros cuerpos. Más nos matan. Y en el caso de las mujeres defensoras, estos hechos son mucho más evidentes. Sofía Zaragocin lo piensa a partir de algo que llama “la colonialidad de colonos”, que se refiere a la eliminación sistemática de pueblos indígenas que, además de exterminar a la población, procura apropiarse de sus territorios.
Ante el deseo de quitarles sus tierras y desaparecer a su pueblo, las mujeres Épera, por ejemplo, resisten desde una parte específica del cuerpo: su útero.
Zaragocin explica que: “en contextos de muerte y violencia lenta, causantes de la eliminación étnica de pueblos, el útero de las personas se vuelve una entidad geopolítica, porque desde ahí se enfrenta a las estructuras de la lógica de eliminación. La geopolítica del útero no implica reforzar la idea de maternidad obligatoria, sino todo lo contrario; busca mostrar que en contextos de eliminación de pueblos racializados esta parte del cuerpo puede hacer frente a la lógica de eliminación”.
Así, el útero se presenta como un lugar de resistencia, ya sea para parir o no parir. Pelear por la autonomía de nuestros úteros, es una lucha territorial. Parir, es una lucha territorial. La defensa del aborto libre, también es una lucha territorial. Todo depende del contexto en el que vivamos cada una de nosotras. A mí me parece que es una de las cosas más importantes de voltear a teorías como esta, que nos ayuda a mirar la realidad de otras. A no olvidar las batallas de las demás. A recordar el exterminio de los pueblos indígenas. A nombrar esas otras guerras. A recordar la potencia que habita en nuestras corporalidades como primer espacio de defensa; una potencia que quieren hacernos olvidar y que más vale no perder de vista en momentos como este, donde nuestros cuerpos todavía son campo de batalla, pero también refugio para mantenernos vivas.