¿Alguna vez has escuchado a Joy Division? ¿Has sentido cómo la voz de Ian Curtis te arrastra a un lugar brumoso y bello y salvaje? ¿Te has tirado en el suelo para dejar que el bajeo de Peter Hook y las letras hinchadas de rabia perforen tu cuerpo?
Joy Division es una de mis bandas favoritas, su música me hace sentir acompañada. Soy menos bicho raro cuando les escucho. Me hacen creer que tengo un lugar en el mundo, que no estoy tan sola como a veces me lo parece.
Si nunca los has oído, te cuento rápido que es un grupo británico formado a finales de los setenta. Su sonido fue pionero del postpunk a nivel mundial; sus texturas oscuras, los ecos, la voz del subsuelo de Ian y las letras de sus canciones los convirtieron en leyendas.
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Inspirados por los Sex Pistols y David Bowie, Bernard Summer, Peter Hook e Ian Curtis iniciaron una banda a la que posteriormente se uniría Stephen Morris en la batería.
Al inicio se llamaban Stiff Kittens, luego cambiaron a Warsaw y finalmente se decidieron por Joy Division, que hace alusión a un grupo de esclavas sexuales judías que tenían los nazis en los campos de concentración.
Gracias a las rolas adoloridas de Curtis, muchas personas conectaron rápidamente con su visión de la vida: con el cansancio y el vacío, con una caminata sin sentido y en silencio en un limbo donde nadie parece saber qué hacer.
Canciones como Love Will Tear Us Apart, New Dawn Fades o She's Lost Control, se colaron por los oídos de una generación de jóvenes que encontraban un refugio en su música. Su sonido era un espacio diferente, de rebeldía, donde la desesperanza era escuchada.
Pienso en Ian como en Pizarnik, como dos voces ansiosas de respuestas; como dos personas profundamente sensibles que nunca supieron dónde poner su dolor; como dos niños en un juego donde la muerte les persigue y ellos pierden.
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Las letras de sus rolas son poemas. Además, tienen una fuerza especial que, a pesar del trasfondo melancólico, te invita al movimiento, a bailar, a dejar que el cabello se despeine y solo exista el vértigo, el grito y la rabia de una cabeza que lo atraviesa todo.
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Por mucho tiempo dejé de escuchar a Joy Division porque me entristecía demasiado. Poner sus canciones implicaba una ruptura absoluta de mi estado emocional. Tuve que parar. Hasta que un día, luego de varios años, volví a escuchar Unknown Pleasures y fue distinto, me sentí cerca de mí.
Los sonidos, el bajo, todo parecía tan natural, tan mío. Y me reconocí. Y bailé. Y volví a saberme yo misma, con mi fuerza, con mi sombra y mi luz, con mi capacidad para brincar y reconocerme en medio de todo este caos que me habita.
Cuando les oigo me acuerdo instintivamente de un texto de Eros Alessi:
“Y la música. Y los diamantes lóbregos. Y los golpes paranoicos. Y las electrizadas vibraciones. Y los amigos de las caras hermosas, de los cuerpos espléndidos. Y el fuerte impulso que me empuja a abrazarlos, besarlos. Y yo hermoso. Entre ellos hermoso. Entre lo hermoso. Tras las bellas luces que brillan fuerte. Y el duende rojo y pequeño que salta como una pelota a mi espalda. Y los espíritus con sus sonidos de cadenas. [...] Que las palabras, palabras tartamudas. Palabras autoalucinadas. Palabras de bolígrafo. Palabras que hacen llorar a las palabras para sentirlas cercanas a todos”.
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Como consecuencia de mi melodrama cotidiano, diré que Joy Division es la traducción musical de mi alma.
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Hace un par de horas fui al concierto de Peter Hook en el Pabellón Oeste del Palacio de los Deportes, en la Ciudad de México. Tengo el cabello enredado, el sudor todavía pegado a mi cuerpo y los ojos hinchados de tanto llorar. Oír Atmosphere o Transmission con un montón de gente que saltaba y coreaba las canciones, fue un abrazo enorme.
Volví a perderme y reconectar conmigo al mismo tiempo. Exploté con el bajo de Hook. Entre el llanto, los gritos y los cuerpos apretujados dejé que la rabia y el dolor se desvanecieran.
Walk in silence, cantaba Ian. Yo le explico que nunca más puedo estar en silencio si llevo su música conmigo, siempre y a todas partes.
Solo espero que el amor o la tristeza, o ambos, no nos separen de nuevo, Ian.