Sí,
claro que deberían
darme un premio
por aguantar tan bien
al animal
que tironea y quiere salir de mí
cuando me preguntan
como si nada
¿Cómo estás?
-Valeria Tentoni
Recientemente Adrián Marcelo, influencer regiomontano, generó polémica en las redes sociales luego de burlarse de la depresión de Gala Montes, una de sus compañeras en el reality show “La casa de los famosos”.
El tema causó escozor porque este sujeto soltó varios comentarios misóginos y otros tantos para anular el diagnóstico de Gala. Un tema, en realidad, bastante común para quienes vivimos con algún trastorno mental. Desafortunadamente, es típico que las personas, incluso las más cercanas y queridas (o especialmente ellas), minimicen las dolencias de este padecimiento.
Sucede que hay un mito enorme respecto a la estética de la locura o la enfermedad. En el caso de la depresión, todavía se piensa erróneamente que quienes viven con este trastorno son gente que no sonríe, que la tristeza se les nota a kilómetros de distancia, que son personas enclaustradas en sus casas infinitamente. Y esto puede ser cierto pero, la mayoría de las veces, no es así.
Pienso en lo silenciosa que he sido en mis fases más oscuras, cuando el dolor y las ideaciones suicidas me arrastran y, a pesar de ello, nunca he dejado de trabajar, de salir con mis amigas, de cumplir con mis labores al pie de la letra. En esos momentos me olvido de algunos temas de cuidado básicos como limpiar mi espacio o comer. Pero esas son cosas de las que el resto de personas no se enteran. La mayoría del tiempo soy la misma chica graciosa que canta mientras trabaja, se ríe a la menor provocación y salta cuando camina por la calle.
Recuerdo una fiesta donde escuché como dos de mis mejores amigos dudaban del diagnóstico de mi terapeuta porque me veía “bien”. Entonces me pregunto: ¿Qué es estar bien? ¿Significa usar la ropa planchada? ¿Llevar el cabello bien arreglado? ¿Reír de los malos chistes? ¿Contar anécdotas graciosas en una cena familiar? Parece que las personas necesitan mirarte en una situación deplorable para validar de alguna manera tu dolor e, incluso entonces, es probable que lo señalen como un teatro para “llamar la atención”, un prejuicio estúpido que he escuchado más veces de las que me gustaría.
Pienso, por ejemplo, en una conferencia con la doctora Yolanda del Valle, una psicoanalista brillante a la que alguien le preguntó: “Mi hijo adolescente, a veces finge que está deprimido, pero a mi me parece que en realidad no es así. Entonces mi duda es: ¿Cuál es la diferencia entre estar deprimido y creer que estás deprimido?”. A lo que Yolanda respondió: “No hay ninguna diferencia. Tal como lo planteas, en ambos casos el individuo experimenta dolor, de forma real, y eso no es cuestionable”.
Pareciera que las personas de afuera siempre saben mejor que nosotras lo que sentimos. Ellos entienden lo que debemos hacer para estar mejor, qué tan profundo es nuestro cansancio, qué tan suficientes son los esfuerzos que hacemos para mantenernos vivas. Ellos siempre lo harían mejor, o eso creen, eso les gusta decirse a sí mismos para invalidar nuestras experiencias.
De acuerdo con el INEGI, en el México 38.5 millones de personas han vivido algún evento depresivo y esta es la principal causa de discapacidad en México. Los datos también arrojaron que la depresión incapacita, en promedio, 25.51 días al año a la persona que vive con ella.
La depresión no es un hecho aislado, es un padecimiento compartido; es un síntoma de algo que va muy mal, de un sistema que colapsa, de la precariedad, de la pobreza, de la violencia generalizada, del horror. Y es algo que, en los términos del sistema, deja a muchas personas sin la posibilidad de asistir a sus trabajos o cumplir con sus labores productivas.
Aún con todo, los datos también arrojan que en promedio las personas se tardan 14 años en llegar a tratamiento (eso, en los casos excepcionales en los que buscan ayuda o en los que tienen la posibilidad de recibir alguna clase de terapia psicológica). Pensemos que, en un país como el nuestro, tomar terapia es un privilegio que pocas personas pueden permitirse.
A esto habría que sumarle los tabús que aún giran alrededor. Toda esta positividad de la que habla Byung-Chul Han, lleva a los individuos a sentirse presionados por estar bien, por cuidar de sí, por ser capaces de lograrlo todo incluso cuando apenas tienen energía para salir de la cama.
Me parece que también es una cuestión del lenguaje, de las formas en las que se nos permite expresar nuestras tristezas. En su artículo El dolor crónico se parece al amarillo, Isaura Leonardo habla de la importancia de aprender a nombrar nuestro dolor, nuestra tristeza, fuera de los idiomas médicos o del sistema.
Habría que decir, como ella, que mi dolor es igual al amarillo o explicar lo que siento a través de una canción. Y así, Isaura invita a buscar otras formas que nos permitan comunicarnos, buscar ayuda, socializar nuestros malestares desde lugares donde sean entendibles y menos rígidos.
Para volver a "La casa de los famosos", te confieso que no me sorprende ni me asusta lo que sucedió. Como una mujer bipolar, estoy acostumbrada a escuchar a la gente usar el término para burlarse de alguien que les parece “irritable”, lo emplean para definirse a sí mismas cuando están muy "hormonales", para insultar a la que les cae mal, para hacer mofa.
La palabra loca o loco también se usa al por mayor para invalidar. En general, hay una sensibilidad casi nula para acercarnos al tema lejos de las lógicas de la patología y la psiquiatrización. Es importante que, quienes no viven con un trastorno mental, sepan mirarse en los zapatos de Adrián e identifiquen las violencias cuerdistas que ejercen cotidianamente, así como la manera sistemática en la que quizás minimizan a las personas neurodiversas que les rodean.
Me queda volver a Isaura y apostar por una construcción otra de significados. Por un lenguaje común que nos ayude a conectar desde lo vulnerable, que nos lleve a palabras más amables, a encontrar claves que nos ayuden a entender que todas estamos heridas, en procesos de mutación; que más vale deshacernos de esos discursos que, lejos de animarnos a “echarle ganas”, nos mantienen en silencio, en peligro.
Hablar de estos temas y abrir nuestra sensibilidad a ellos es algo que puede salvar muchas vidas.