Hace 7 años exactamente, dejé mi casa en Morelia para mudarme a la imponente sin cliché Ciudad de México. Desde entonces y para cada fecha especial, llámese cumpleaños de mis papás o hermanas, Navidades y Años Nuevos, me toca hacer una maleta con “lo indispensable” y regresar a mi casa de toda la vida en la que por supuesto ya no tengo ni una chancla.
Dormir es, sin duda, con lo que más “batallo” cuando regreso. Ya no tengo un cuarto, ya no tengo una cama, porque el espacio que siempre fue mío y en el que crecí, ahora se convirtió en una especie de bodega en la que hay de todo, menos comodidad. Toca quedarse en el espacio que te hace tu familia, que aunque está improvisado con mucho amor, no deja de ser eso… incómodo.
Llevaba tres días de 15, cuando mi mamá se me quedó viendo y me dijo: “¿Ya te quieres ir verdad? ¿ya no estás a gusto aquí?”. Nos reímos sabiendo que mi respuesta a las dos preguntas era “sí”, pero nos hicimos las disimuladas. Ella, porque fue una broma que no era broma y yo, porque sé que en el fondo, aunque está feliz por mi felicidad en otro lugar, no deja de sentir cierto dolorcito en el pecho.
Y es que no me malentiendan, estar con mi familia siempre recarga mi batería emocional, me hacen feliz, nada me hace sentir más bendecida que tener la oportunidad de seguir tomando café con mi papá en la mañana, de salir a comprar antojos con mi mamá en las tardes, de carcajearme por cualquier tontería con mis hermanas o de jugar baraja los domingos con mis tíos, pero ese lugar tan especial, ya no es MI lugar.
No es mi espacio, no es mi casa, no es mi cama, no es mi baño, no es mi cocina, no es mi sillón sumido. Ahí no están mis libros ni mi paz interna. Mi hogar, siempre será donde está la gente que más amo, pero mi espacio seguro soy yo, y tal vez no en cualquier lugar.