La Sustancia, de Margaret Qualley, es una película que está causando revuelo entre toda clase de públicos: los que se inclinan por el cine comercial, quienes se derriten con las pelis de autor y entre los siempre fieles amantes del horror. Y es que es una cinta poderosa que se sirve del terror corporal para hablar de un tema fácilmente reconocible por la mayoría de personas: la sensación de insuficiencia.
Sin embargo, aunque cualquiera puede reconocerse en la película, le habla especialmente a las mujeres. Pone el dedo en la llaga y denuncia todas esas cargas patriarcales que caen sobre nuestros cuerpos: juventud, belleza, delgadez, dulzura, virginidad, ternura, felicidad, escrupulosidad. Perfección. Una serie de requerimientos insoportables e imposibles de alcanzar.
El consumo de cuerpos, la eterna aspiración por la juventud, el capitalismo y su forma atroz de morder y perforar, son algunos de los tópicos fácilmente reconocibles en la cinta. Es maravilloso que Qualley hable de todo esto mediante un universo desquiciado y hermoso que hace inevitable no pensar en los monstruos de Cronenberg, los colores eléctricos de Lynch y la maestría sangrienta de Argento.
Una película para llorar, reír, explotar y sentir que un baño rojizo te atraviesa entera.
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A pesar del humor oscuro de la cinta y del gore que la acompaña, me pareció una película profundamente triste. Y acabo de notar que, con la emoción que me provoca hablar de esto, ni siquiera te he contado de qué se trata. Así que pausa.
Es la historia de Elisabeth Sparkle, una actriz interpretada maravillosamente por Demi Moore, quien lleva a su personaje a espacios de vulnerabilidad que rompen la pantalla. Elisabeth, quien ya cumplió 50 años, se ve poco a poco despreciada y olvidada por un mundo que antes la amó. ¿El problema? Su edad, su cuerpo cada vez más flácido y las arrugas que se acumulan en su rostro. En realidad, lo sabemos bien, el problema se llama simple y llanamente: patriarcado.
Un día, un enfermero le comparte información sobre una especie de droga clandestina llamada “La sustancia”, que es capaz de generar una nueva versión suya más joven, más hermosa. Una versión perfeccionada. Elisabeth se vuelve parte de este proceso y así nace Sue, su clon “mejorado”, luminoso y aún más hambriento de amor.
La película plantea que no puedes escapar de ti misma: a donde sea que vayas, tus miedos, tus faltas te acompañan. Y así, se plantea preguntas como: ¿Hasta dónde somos capaces de llegar con tal de ser vistas? ¿Cuánto de nosotras somos capaces de mutilar para que alguien nos elija, para sentirnos hermosas, para creer que nos aman? ¿Qué tanto damos a cambio de sabernos deseadas? La respuesta de la cinta, por supuesto, es mortal: todo. A veces lo damos todo de nosotras a cambio de una mirada.
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En la película encontré muchas escenas que reconocí, que mi propio cuerpo recordó. Ese momento al mirarme frente al espejo y odiar absolutamente todo. No reconocer nada, ningún rasgo. Cancelar algún plan importante por el miedo, la ansiedad, el dolor de sentirme inadecuada.
Igual que Elisabeth, también yo creí que no merecía amor, que mi cuerpo se desgastaba y el mundo me trituraba sin ningún miramiento.
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Mi obsesión por la teoría freak me ha llevado a preguntarme una y otra vez: ¿De quiénes hablamos cuando hablamos de monstruos? Generalmente la monstruosidad habita a los “anormales” sistemáticamente perseguidos, cazados, asesinados por representar otras formas de vida. Pero no se señala así a los grupos de personas modelo que se dedican a exterminar; que andan por la vida con un lenguaje cruel, con su facilidad para aplastar, para masticar y herir.
Estas cintas casi siempre lanzan un cuestionamiento mortal: ¿Quién o quiénes son los verdaderos monstruos de la historia?
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El clon joven patea al clon primigenio. Es decir, se golpea a sí misma. Vi esa escena y lloré. La metáfora es dolorosa. Cuántas veces no fui capaz de hacerme lo mismo, de herirme así, de joderme así. Cuántas veces no usé las palabras más crueles para hablarme. Cuántas veces no me hice daño porque no entendía cómo podría quererme o cuidarme si me sentía tan errónea.
La sustancia es un viaje muy crudo por el espejo, es una cinta que araña, que muerde y todo lo hace con una voz que nos habla a nosotras, que nos lleva a repensar si todo eso que hacemos para recibir la validación ajena está valiendo la pena.
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La sustancia es un espejo, una cueva, un baño de sangre. La sustancia somos todas nosotras tratando de mirarnos más allá del dolor que han incrustado en nuestros cuerpos.