Después de una relación un tanto tormentosa de siete años, una pausa emocional de un año más y una pandemia, comencé a tener citas de nuevo. Para alguien introvertida como yo, la respuesta fue inmediata: descargar Bumble y Tinder. Comenzó la búsqueda y, para ser honesta, no me fue tan raro porque luego del covid-19 la mayoría estábamos más que habituadas a hablar con un montón de personas mediante las redes sociales.
Esta manera de relacionarme en lo digital me llevó a pensar en Marc Augé, un antropólogo francés que teorizó acerca de los no-lugares: "un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar”. Es decir, la virtualidad sería un no-lugar, un espacio fragmentado sin historia, donde las identidades se borran y el anonimato triunfa.
La idea me resonó demasiado desde que la escuché por primera vez. A partir de eso se me ocurrió que éramos "appciudadanos". Según mi propio debraye, un appciudadano es el habitante de la virtualidad, el que está sujeto a las normas digitales de convivencia; es alguien que se reinventa en algoritmos. En resumen, somos todas las personas que, de una u otra forma, vivimos en las apps y desde ahí construimos una ciudadanía distinta, abstracta.
Para seguir con este tema, te cuento que hace seis meses conocí a Mario en un bar de Guanajuato. Ahora recuerdo muy poquito de lo que nos dijimos, lo que viene hacia mí cuando evoco ese momento es la risa; la suya y la mía. Me acuerdo que le hablé de Marx y en cuanto comencé a hacerlo me dio vergüenza ser tan ñoña. Él me escuchó con un vaso de cerveza en la mano. Luego me dijo cosas muy graciosas y por eso me quedé hablando con él.
Desde entonces continuamos con una comunicación pausada e interrumpida a través de redes sociales. Nos vimos solo una vez más. Fui a su departamento, pero cuando llegué estaba tan cansada que solo pude quitarme los zapatos y decirle un montón de cosas sin sentido. De aquel día también recuerdo que, a pesar de mi agotamiento, me reí mucho. Y esa ha sido, para mí, la razón por la cual continué con esa larga conversación: porque en medio del estrés, de la tristeza, de ese dolor extraño que llega a mi cuerpo sin aviso y me arrastra, hay una platica en alguna parte de mi chat con un meme perfecto o una anécdota graciosa.
Si pienso en ambos, lo hago a partir de este verso de Valeria Tentoni: “Pero sos/ un animal de riesgo/ y yo/ un animal de cuidado:/dos bestias/ incompatibles”. Yo vivo perfectamente feliz entre libros, rodeada de papeles, sin salir de casa por semanas. Él me parece una persona del afuera, de licor y movimientos. Por eso se me hace todavía más chistosa esta extrañeza de acompañarnos de vez en cuando, porque creo que venimos de planetas radicalmente distintos, que nuestros ojos se fijan en cosas muy diferentes y, a pesar de ello, nos detenemos para mirarnos, para escucharnos.
Cuando se habla de vínculos la virtualidad funge como una máscara que no nos oculta, sino que nos ayuda a profundizar en aspectos de nosotras que en otros espacios tal vez no nos hubiéramos atrevido a explorar. Hay en esos no-lugares un territorio indefinido de libertad donde las muchas identidades que nos habitan pueden hacerse presentes sin culpa, sin la vergüenza del cuerpo-físico, bajo el escudo del cuerpo-digital.
En uno de sus artículos, el académico Félix Velasco Alva escribe: “Berenstein señalaba que el término vínculo evocaba por lo general una ligadura estable que en castellano se deriva del latín vinculum y proviene de venieire = atar, y significa unión o atadura de una persona o una cosa con otra y por supuesto una atadura duradera y estable; agrega que en las relaciones humanas el concepto se aplica a las parejas, las familias o los grupos”. Entonces dudo: ¿Hay alguna “estabilidad” posible en lo virtual?
Lo plástico del mundo online me abruma. A través de estos medios sí se pueden crear cariños que avancen despacio, complicidades, revoluciones. Pero también pienso que hay algo en los olores, en mirar los poros de la persona frente a ti, en sentir lo rasposo de unas manos, que es inminente para pasar del vínculo fantasmagórico a uno concreto y “real”. Considero que en la virtualidad hay una simulación del vínculo, no un vínculo en sí. Eso que se vacía por la falta de un cuerpo físico, se llena con lo fantasioso, con la idealización de un otro que nunca termina de completarse.
Entre Mario y yo hay una atadura monstruosa, limítrofe. Sin forma. Si pudiera definirnos de alguna manera, diría que en este momento somos amigos, porque a pesar de todo, es cierta la complicidad que se construye cuando compartes con alguien la misma forma de reír. También es verdad que cuando pienso en su imagen brumosa siento un cariño delgado y suavecito en mi panza. Sin embargo, aunque a veces todo es muy real, de pronto me parece un espejismo.
Por ejemplo, me llegó la tristeza otra vez. Las personas que me rodean lo saben; me mandan canciones, me escriben mensajes dulces y me hacen saber que me sostienen. Pero Mario no. No le he dicho porque, en nuestra dinámica, parece no tener sentido esa confesión y, en realidad, ni siquiera sé cómo está él. Cuando pregunto, pocas veces me cuenta lo que siente, lo que hace, lo que ve. Hay una barrera inminente, ancha. Él no se deja ver por mí. La mayoría del tiempo no recuerdo cómo es su rostro y los datos que se acumulan en mi cerebro sobre él, no me dicen demasiado acerca de su andar en el mundo. Entre ambos hay una conversación larga en el tiempo, pero llena de mensajes entrecortados, de monosílabos, ausencia y mucho silencio.
Entonces, ¿qué tan reales son los vínculos que se tejen así? ¿Cuál es su límite? ¿Cuánto se puede profundizar en el limbo? Me siento vieja al decir esto, pero, aunque confío en la digitalidad como un espacio de autoconocimiento, como una herramienta para expandir lenguajes y configurar cartografías afectivas de otros modos, siempre vuelvo a la carne.
Creo, tal vez erróneamente, que la verdadera intimidad, la más honda, está mediada por el cuerpo, el resto es una fantasía. ¿Tú qué piensas?