Desde hace varios años mis lecturas están compuestas por libros de mujeres. A veces se cuela algún hombre, pero admito que cada vez se vuelve más extraño. Al inicio comenzó como un experimento para leer a más autoras, luego fue un flujo natural. Quiero decir que ya ni siquiera lo hago adrede; un libro me lleva a otra escritora y a otra, hasta que se hace un tejido inmenso con el que soy capaz de cubrir mi casa.
Con los años varias mentiras se volvieron evidentes: no es verdad que sean pocas las mujeres que escriben, son muchísimas; tampoco es cierto que las autoras son malas en el arte de las palabras, son estupendas. Y eso de que solo los hombres indagan en los temas importantes, también es una falacia; o, quizás, ellos exploran los tópicos que son infinitamente relevantes para otros en sus mismas condiciones.
En los libros de mujeres me he encontrado con otros lenguajes que salen del centro, que vuelven al cuerpo, a los hogares, a la violencia y al horror; pero también se sumergen en “los grandes temas” desde un lugar distinto, desde un sitio que me interpela y se para frente a mí para decir mi nombre.
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Hace unos meses, en la cuenta de @ximenacanseco, leí este tuit:
―¿Por qué lee usted a todas esas mujeres?, le preguntó un día el asesor de tesis a Graciela Hierro.
―Porque son las únicas que me hablan a mí, le respondió ella.
Fue entonces cuando entendí lo que me sucede cuando leo a otras autoras. Hay algo en el fondo, una complicidad que nace de las tripas, de algo difícil de intelectualizar porque se siente como una electricidad.
Pero no solo eso. Escuchar sus voces es romper con la centralidad de los relatos con los cuales nos han enseñado a ordenar el mundo, es migrar la mirada y atreverse a nombrar otras posibilidades. Leer a mujeres es devolvernos la capacidad arrebatada de inventar futuros, de escribir nuestras propias historias, de narrar mundos donde sí quepamos.
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En uno de sus artículos, Laura Matilda, Claudia Velázquez y Liliana Hernández Santibáñez escriben: “Cuando una mujer comienza a leer textos escritos por mujeres, se activa un ejercicio interno que moviliza preguntas sobre la manera en cómo hemos leído el mundo, cómo nos lo hemos explicado, cómo nos hemos adaptado a reflexiones de otros cuerpos que no pasan por los procesos que nosotras pasamos. Cuando una mujer comienza a leer textos escritos por mujeres, una se da cuenta que su propia historia puede aparecer en esas líneas, empieza a sentir que no está sola, que otras han encontrado la palabra justa para nombrar eso que una siente, que sus historias, con h minúscula, también son importantes y deben formar parte de la Historia, con H mayúscula. En la escritura de las mujeres existe una recuperación de la memoria histórica”.
Todavía recuerdo la primera vez que leí La Señora Dalloway, de Virginia Woolf, después de muchos años de navegar únicamente por textos de autores. Fue una revelación. Supe que estaba dentro del libro, en cada palabra. La sentí muy cerca. Por fin estaba realmente acompañada.
Después de eso, nunca más solté la literatura de las mujeres. Cada zambullida en una nueva autora me llevaba a lugares más profundos de mí misma.
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Pero no nos engañemos, no solo se trata de aminorar nuestra soledad o de un disfrute estético. Leer autoras, especialmente a quienes están vivas en este momento, es una apuesta política para sostener a otras que tratan de abrir camino en un medio que es brutal con las mujeres.
Leernos entre nosotras no solo es una forma de acompañarnos, es un posicionamiento político para reivindicar el poder de los relatos que realmente queremos.
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¿Cómo no voy a estar leyendo ahora mismo a más mujeres, a autoras que nos brindan sus historias como parte de una cadena de vida que va mucho más atrás? (...) Dijo Woolf que cada historia que leemos sobre una bruja tirada al agua o una mujer poseída por los demonios o una curandera que vendió hierbas a la madre de un hombre célebre puede ser la historia de una novelista o una poeta. La literatura que permanece oculta, la que se escribió y nunca leímos y también la que nunca se escribió forma, una vez más, una telaraña ligada a la vida de todas las escritoras mudas.”, cuenta Carmen G. de la Cueva en un poderoso ensayo sobre la escritura de las mujeres.
Concuerdo con ella, con Woolf, con Anzaldúa, con Lispector, con tantas y tantas: escribir es una forma de rebeldía absoluta, de aferrarnos a la vida, de fracturar el silencio, de recuperar el territorio que nos han arrebatado y que nos arrancan todos los días con tanta muerte y violencia. Refugiarnos en las palabras de otra, es también una manera de salvarnos entre nosotras, de apostar por nuestras voces.
Leer a otras mujeres es mirarse al espejo y caminar acompañada. Es autodefensa.