Un viernes colapsé. Llegué al fin de semana cansada después de una semana llena de trabajo, harta, sin ganas de ver a nadie y con esa sensación de insatisfacción que estoy segura, a todas nos sorprende en algún momento. La gota que me derramó ese día fue un mensaje de que algo había sucedido en el trabajo. Me desbordé, estuve a punto de renunciar y me quedé llorando en el piso, como si algo gravísimo hubiera pasado.
Spoiler alert: no pasó nada que no pudiera solucionarse y tampoco renuncié. Pero sí caí en cuenta de que durante toda esa semana, nunca me permití tomar una pausa ni hablar con alguien sobre la cantidad de presión que sentía, no solo por el trabajo, sino por la vida en general.
Entonces me acordé de la “regulación emocional”, un término que conocí gracias a la psicoterapeuta Anabel González y que explica que no es tan importante lo que sentimos sino qué hacemos con eso que sentimos.
Una mala racha o un mal día en el que sentimos que todo se viene abajo puede ser más llevadero o verse de manera diferente si lo asumimos, lo hablamos con quienes pueden escucharnos, apoyarnos o simplemente lo desahogamos de una manera diferente (ejercicio, baile, caminatas, etc).
Apartar una emoción puede ayudarnos a tener un levantón inmediato, pero estará ahí el día de mañana, lastimando, incomodando y sobre todo, creciendo. Dando como resultado algún tipo de colapso, como el mío, básicamente. Cuando la relación con nuestras emociones no es buena, un mal día puede desencadenar una serie de problemas inmensos.
Claro que los días malos son necesarios, si no, ¿cómo aprenderíamos a atesorar los buenos? Necesitamos una medida, pero también darle la importancia justa a lo que pesa y preocupa. Y sobre todo, debemos tener bien claro que un mal día, sólo es eso: UNO, de cientos. Como dice mi papá: “todo va a estar bien, siempre”.