Dicen que una nunca se olvida de los buenos y buenas profesoras y de los buenos y buenas jefas, ¡y es verdad! Así como también lo es, no olvidar a aquellas personas que nos hicieron sentir mal en el salón o en alguna chamba. A nivel profesional me he cruzado con dos jefes que me dejaron el aprendizaje más grande: el tipo de persona que nunca quiero ser, en la vida y con mis equipos de trabajo.
El primero de ellos, fue el editor general de un periódico. El personaje aventaba las planas de texto gritando que eran una porquería o un clásico “quién escribió esta pendejada”. Si iba de buenas, ¡qué felicidad! Si iba de malas… mejor que nadie la fuera a regar. Tenía 22 años. Estaba en mi último año de universidad y cubría la sección de Sociales.Una vez fui a hacerle una entrevista a un actor local, este jefe estaba presente y la plática transcurrió muy normal, grabé todo para poder redactar más tarde. Cuando entregué el texto, me marcó a mi teléfono gritando y preguntando por qué había escrito todas esas mentiras. Me hizo salir de clase, regresar al periódico, llevar mi grabadora y poner el audio frente a todos para “demostrar” que lo que había escrito era verdad. Escuchó la grabación y contestó: “ah, bueno, ya vete”.
En otra ocasión no me dejó pasar a cubrir un evento porque no estaba “bien peinada” y la esposa del dueño del periódico se iba a enojar. Después de eso, renuncié. Y como amamos los finales felices, te voy a contar que años después, cuando yo ya era editora de una revista internacional, me mandó un mensaje por Facebook diciéndome que si podía compartirme su CV por si de pronto “había un espacio u oportunidad para él”. Sonreí muchísimo escribiendo este párrafo y espero que tú también.
Mi segunda mala experiencia llegó casi 10 años después (o sea, muy reciente) con una mujer que lo primero que me dijo cuando la conocí fue “no te sientas mal, pero yo estoy más cómoda trabajando con hombres”. Claro que su frase me tomó por sorpresa en mi primer día en esa empresa, pero solo atiné a pensar “tons pa qué me contrató”.
No pasaron ni dos semanas cuando en una junta llena de directores me gritó “pendeja”. No dije nada y me salí de esa sala con el estómago ardiendo y con la seguridad de que no me iba a quedar en ese lugar, por mucho dinero que me pagaran. Recuerdo que me siguió el director de Capital Humano para disculparse en nombre de “la jefa”. Le contesté que le agradecía mucho, que no tenía que disculparse en nombre de terceras personas y que como para mí el respeto no era negociable, no pensaba quedarme.
Si te lo cuento es porque quiero que tengas claro que trabajar bajo un liderazgo deficiente, por supuesto que impacta negativamente en nuestro bienestar y salud mental. Estoy muy consciente de que “renunciar” a un mal jefe o jefa, o a un “mal trabajo” es un privilegio (de eso hablaremos en otra columna), por eso, cuando no es opción irte, hay que aprender a establecer límites.
Enfrentarnos a personas que despiertan más frustración que inspiración puede dejarnos grandes aprendizajes. Ellas aparecen para darnos lecciones que pueden ayudarnos a moldear nuestro propio camino hacia un liderazgo efectivo, empático, exitoso y si no, al menos a hacernos más resistentes ante las adversidades laborales.