Ayer fui a ver Zona de interés, la nueva película del británico Jonathan Glazer y, para serte muy sincera, fue una experiencia opresiva. Salí del cine con una sensación de vacío que, lejos de calmarse, se hacía más y más grande. Y es que se trata de una cinta dolorosa, que abre la ventana hacia uno de los aspectos más terribles de las guerras y los genocidios: la naturalización radical de la violencia.
Pero bueno, voy paso a pasito porque no quiero confundirte. La historia es sobre un comandante nazi y su familia. Él se llama Rudolf Höss y es el encargado de planear meticulosamente el exterminio de las personas aprisionadas en Auschwitz. La familia vive justo a un lado de ese espacio de muerte; únicamente una pared separa su vida con fiestas de piscina de la aniquilación absoluta.
Y aunque las bardas contienen la violencia, todos los días se cuelan los sonidos de los disparos, los gritos, el ruido de un palo al golpear un cuerpo humano y el olor a carne quemada que despiden los hornos.
Esto contrasta con una peli lenta, que se sumerge en una cálida cotidianidad. Resaltan los impecables uniformes escolares de los niños. Las risas antes de ir a dormir. Las tardes en el campo. Un jardín rebosante de colores.
Todo esto lo relaciono con una de mis pensadoras favoritas, la alemana Hannah Arendt. Ella, a causa de su ascendencia judía, tuvo que exiliarse cuando Hitler tomó el poder. Y años después de la masacre que ya conocemos muy bien, escribió un libro llamado Eichmann en Jerusalén, donde se sumerge en el juicio de Adolf Eichmann, uno de los organizadores del Holocausto.
La cosa es que Arendt, descubrió que Eichman, al que muchas personas imaginaban como un monstruo sanguinario, era un sujeto bastante común y corriente, que ni siquiera mostraba rasgos de antisemitismo o algún desbalance psicológico. Lo mismo sucede con el personaje principal de Zona de interés: un tipo bonachón y pacífico que, sin embargo, se encargaba de planificar con esmero la mejor forma para gasear a cientos de personas.
A esto, Arendt lo llama “la banalidad del mal”. Y con ello desentraña algunos de los aspectos más terroríficos de la crueldad humana; esos recovecos que nos permiten asistir silenciosamente, e incluso participar, en el aniquilamiento de pueblos enteros (tal como sucede ahora con Palestina).
Para irnos lento, sabroso y denso, te diré que Arendt entra en el lenguaje de Jordy Rosado y se cuestiona "quiúbole con" la moral. Finalmente, sostiene que la moral —esa que nos orilla a discernir entre lo bueno y lo malo—, lejos de ser una ley inamovible, es más bien una especie de pacto cambiante.
En este caso, el régimen totalitario de los nazis, llegó con toda una narrativa perfectamente razonable donde se justificaba su versión de moral. A partir de ello, la filósofa explica que convirtieron a la brutalidad en un simple proceso burocrático.
Dar muerte a las personas judías no era un hecho extravagante, era un acto sencillo que ejecutaban cientos de personas funcionarias del régimen, quienes únicamente cumplían con las órdenes que alguien más les daba. No sé si sabías que durante su juicio, mientras le cuestionaban por sus actos, Eichman dijo: “¿Por qué debía quebrarme la cabeza si no era más que un hombre común y corriente?”.
A esto, la autora lo señala como la supresión del juicio. Es decir, las personas anestesiaban su capacidad de pensamiento libre, para asumir el anonimato y el cómodo desarrollo de un actuar disciplinado, acorde con las creencias imperantes de la sociedad.
Hannah decía que “ la mayoría de la gente tiene la necesidad de pensar, pero ésta puede ser suprimida por las necesidades más apremiantes de la vida”. Esto me recuerda que el otro día, mientras buscaba mi horóscopo en Twitter (bueno, X), me encontré con este posteo: “mi maestra supo que debía irse de la ciudad cuando le avisaron que alguien se había lanzado a las vías del metro y ella se enojó porque iba a llegar tarde a su trabajo".
Y así es, el vértigo de todos los días absorbe, nos come, nos lleva por lugares donde ya todo está instrumentalizado, donde la sensibilidad se apaga y simplemente queda atender las necesidades urgentes del momento. Sin juicio. Sin pensamiento propio. Únicamente el paso de las horas y nada más.
Por todo el rollo que te acabo de desmenuzar, creo que Zona de interés es una película que pone en la pantalla el pensamiento de Arendt. Que nos lleva a reflexionar sobre la maldad y la facilidad con la cual se asiste al genocidio; sobre la tranquilidad para mirar el Super Bowl y sus comerciales israelíes mientras decenas de personas mueren en otro bombardeo; sobre la manera tan pacífica que tenemos para callar, apagar nuestros cerebros y seguir órdenes.
Arendt decía que “los pocos que se negaron a cooperar con el régimen nazi, cuyos orígenes sociales y educación eran de lo más variopinto, fueron aquellos que se atrevieron a juzgar por sí mismos”.
Tanto Hannah como esta peli invitan a mirar nuestros espejos, a tener la valentía de enfrentar la realidad y sostener una opinión propia. Defender nuestras posturas. Defender la vida. Señalar el horror.
Solo me sobra contarte que hace poquito fui a un evento con mujeres sindicalistas, y cuando les preguntaron qué era lo que las mantenía en movimiento si la esperanza se iba, ellas respondieron: "la capacidad de indignarnos". Y estoy de acuerdo. Llenarnos de rabia ante lo injusto y la barbarie, es uno de los últimos espacios para no acostumbrarnos a la masacre, para resistir ante la brutalidad de este mundo.