Cuando les dije a mis amigas ginecólogas que estaba embarazada, algunas de ellas me dijeron “ahora sí vas a entender a las embarazadas”. Llevo apenas 12 años siendo obstetra acompañando embarazos (y sus complicaciones), pero llevo 37 años siendo humana y conviviendo con la alegría y tristeza que genera cualquier noticia relacionada con la salud.
A las 11 semanas tuve una amenaza de aborto. Como obstetra, sé que la mayoría no tienen un mal desenlace, aunque también sé que cualquier tragedia inicia con un sangrado. Sinceramente no me asusté, al contrario. Me sentí agradecida de saber que había poco que hacer y que esperar sería la mejor opción. Hablé con una colega que me dio la atención que necesitaba: un monitoreo cercano, invasivo y cariño (me distrajo con chistes en el chat y palabras de cariño, hay veces que no se necesita mucho más).
¿Por qué escribo esto? Es muy sencillo: pasamos la vida sin atender las señales, los mensajes, los detalles de cosas que son realmente importantes, eso significa que ponemos muy poca atención en el entorno y privilegiamos lo que pensamos, lo que creemos y lo que queremos confirmar. Muchas veces vamos a las citas médicas para comprobar lo que pensamos, sea bueno o malo, pero no atendemos al cuerpo escuchándolo, sintiéndolo. Lo mismo nos pasa con las personas y el mundo en general.
La mayoría de las veces quiero pensar que de buena fe soltamos mensajes, consejos, opiniones y sugerencias a nuestras personas cercanas (y no tanto) sobre algún tema, padecimiento, el embarazo o la crianza. Decimos “no exageres, es solo un sorbito de vino, qué puede pasar”, “tápate, te vas enfriar”, “no deberías comer eso si estás embarazada” o “mi mamá sí nos daba chile cuando éramos niños por eso no somos melindrosas”.
Soltamos frases como si nos pagaran por ello, pero pocas veces pensamos si esos consejos sirven de verdad a la persona receptora. Casi siempre decimos lo que decimos para satisfacer nuestro propio ego; sentimos que nuestra experiencia y opinión cambiarán a las personas, pero pocas veces es verdad. No atendemos a las necesidades de la otra persona, no la escuchamos. En pocas palabras: no somos personas empáticas.
Así como no necesitamos haber experimentado algo para poder conmovernos o solidarizarnos con el dolor, la alegría o el sufrimiento, haberlo vivido tampoco nos acredita como personas que deban compartir e imponer su experiencia o calificar las acciones que una madre tiene para con su bebé.
La maternidad es un acto de descubrimiento constante (incluso si es el segundo, tercero, sexto o posterior embarazo) porque básicamente se trata de la formación física, psicológica, pedagógica, emocional, simbólica, espiritual (y agregue todo lo que guste) de otro ser humano. Obvio, hay situaciones en las tenemos miedos, prejuicios o incluso ideas erróneas, pero no ayuda mucho la frontalidad y cuestionamiento a las cosas que hacemos, pensamos o decimos en las diferentes etapas del embarazo y la crianza.
Quizá lo que se necesita son personas que acompañen, que no se enojen si les pedimos que no besen a un bebé en el primer mes porque nos aterra que algo pueda pasar. Más que palabras y consejos, necesitamos un chiste, un meme o un “no te preocupes, te ayudo a lavar los trastes”.
No es muy complicado saber lo que necesita la otra persona, solo hay que escuchar, observar, ser sensibles y dejarse afectar. Si nuestra interacción con la otra persona solo está condicionada por lo que nosotros pensamos y queremos, seguirán sin importarnos las necesidades de nuestras amigas que son madres o el dolor de miles de familias que han sido asesinadas en un genocidio.