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"Perras" de Zel Cabrera, un encuentro con lo insumiso

Escrito por Anahí Gómez Zúñiga | 15 abril 2024

 

No tengas miedo de morder 

Cuidado con la perra, dicen los carteles

afuera de la puerta. Deberían decir:

Cuidado con el amor.

-Zel Cabrera

Tenía 15 años cuando me dijeron “perra” por primera vez. Creo que me puse a llorar.  Alguna vez escuché cómo una señora le decía a otra: “Eres una perra arrastrada”, la verdad es que era muy pequeña y no entendí el significado del insulto. Luego, ya más crecidita, me encontré con esta palabra en un montón de programas televisivos y conversaciones cotidianas. Por eso cuando supe que existía un libro llamado Perras (Tierra Adentro, 2019), que además era de Zel Cabrera, no me contuve y lo compré.  Tenía la esperanza de que sus páginas respondieran a una pregunta que llevaba encarnada: ¿Qué significa ser una perra?  

Desde sus primeras páginas el libro me dejó sumergida en algo pegajoso. Y digo esto porque siempre he pensado que la mezcla entre la rabia y la fiereza da como resultado una especie de masa que se adhiere en las encías. Los poemas de Perras son una invitación para conectar con la animalidad, para morder y ladrar sin pudor. Parecía que cada línea me ordenaba: “Rómpete, gruñe, despójate de la vergüenza”. Pasé casi corriendo por los textos, y es que es uno de esos libros que exigen frenetismo, algo así como un hambre solo dispuesta a silenciarse cuando se llega al final. 

La autora habla sin tapujos acerca de la menstruación, los celos, el odio y el autoerotismo. Todo desde una voz que prescinde de adornos innecesarios, por eso nombra con una fuerza plagada de intimidad. Me resultó muy fácil apropiarme de sus versos, saberme rubicunda, desearme peluda e imaginarme con los colmillos a plena luz. 

Zel cuestiona la violencia que plaga los árboles genealógicos, así como el silencio que protege a los agresores. También hay una indagación en torno a las heridas congénitas, a la sal que se desborda de los cuerpos que desde pequeñitos están marcados por un patrimonio macabro: “Heredamos también la consigna de hacernos esposas/ de cobardes e infieles./ ¿Quedaba de otra? ¿Pudimos salvarnos?”. 

Y quiero resaltar especialmente  la última parte del libro: “Desobedientes”, un territorio donde una no debe sentirse como un bicho raro por llevar la cara enlodada. Es un lugar donde las cicatrices tienen cabida. Me parece una forma genial de cerrar el libro, es como si Zel te susurrara: “Acá vas a encontrar el empujoncito que te faltaba para dejarte arder”.

En “Desobedientes” hay un reconocimiento de la violencia y la rabia como lenguajes de autodefensa. “La perra de tu madre me llama golfa, porque sabe que he tenido más amantes que zapatos en el clóset”. La autora no le teme al enojo, no busca ser políticamente correcta y, en este sentido, es fiel a la irreverencia que describe en sus poemas. 

Me gusta que sus palabras son escupidas, no mascadas con un chicle de hierbabuena, sino expulsadas en el cemento. Este libro es una urdimbre cercanísima, accesible y real. Creo que fue escrito para perras chacalosas, insubordinadas, fragmentarias; para las que salen a la pista en cuanto ponen una canción de Nathy Peluso; para las que escriben sin parloteos arcaicos; para las que escuchan corridos tumbados y se leen poesía con unas cervezas entre las piernas.  

La respuesta a mi pregunta inicial se respondió sola, sin apuro. Ser la más perra de las perras significa tirar mordidas cuando se trata de defender mis palabras, mi cuerpo, mi vida. Ser así de animala implica pasear mi anatomía monstruosa por el barrio, con la absoluta certeza de pertenecer(me). No hay vuelta atrás: de este poemario no sales sobre dos pies.

Solo me resta decir una cosa: 
ni puta ni santa, 
perra.