Hoy quiero hablar sobre un fantasma de mi infancia, acerca de una mujer que jamás conocí pero que todos nombraban en voz bajita, con las luces encendidas para que su sombra no inundara de pesadillas sus sueños de gente buena.
Se llamaba Regina y fue la loca de la familia. La que un día salió desnuda a la calle y nunca más volvió. Se dice que un demonio la poseía. Ella pasaba de ser una joven seria y afable, a convertirse en una bestia que se azotaba contra las paredes.
Nadie conoce su paradero, estaban tan asustados que simplemente dejaron que se fuera. Era una manera sencilla para borrar de su descendencia aquella mancha. Eliminar del árbol genealógico a la que aullaba, a la que se convertía en loba sin pudor, a la que aceptaba su animalidad sin precauciones civilizatorias.
En su novela Viaje al manicomio, Kate Millet escribe: “Misterioso estado el de la locura, y cómo asusta. Cómo se vuelven todos completamente locos, distantes, maleducados, raros, crueles, provocadores, feroces como bestias salvajes que han olido peligro, lo impensable. […] Cuanto más me asusta mi propia locura, más debo castigar la tuya”.
Es el miedo, siempre el miedo. El terror de los sanos ante la locura, el deseo irrefrenable de silenciarla, de inventarse adornos almibarados para voltear el rostro y no mirar el quiebre, la herida punzante, el síntoma de una progenie, de un sistema, de una herencia genética, de un mundo que se desbarranca, que se pudre y con él nos pudrimos todas
El diagnóstico
Hace un año me diagnosticaron con ciclotimia, para los terapeutas que me trataron con más suavidad; bipolaridad del tipo 1, para los doctores más escépticos; o “locura iluminada”, como le digo yo.
Cuando el diagnóstico llegó, pensé en ella, en Regina. “Estás en mí. Te llevo conmigo a todas partes. Tu paradero ya no es un secreto porque vives conmigo”, le susurré. Y comencé un intercambio silencioso con su fantasma, con esa mujer que desde el más allá me enviaría las señales para esconderme en mi cueva y transformarme en licántropa. En un monstruo de uñas puntiagudas que aprendió a sentarse en el sillón más pequeño de la sala, abrazar sus piernas y soltarse a llorar porque sí, porque las palabras se evaporan y afuera hace frío.
Un día mi madre me dijo: “Yo creo que, si de alguien heredaste la locura, fue de ella, de Regina, de la familia de tu papá, porque de la mía no”. Entonces recordé a su madre, mi abuela, quien pasó una gran parte de su vida deprimida. Tanto que en sus últimos años se arrancaba la ropa, desesperada, totalmente fuera de sí.
También evoqué sus propias manías, las de mamá: darle la vuelta a la manija de la puerta diez veces antes de salir. El día que se puso un cuchillo en la panza para que mi papá no la dejara. Morderse las uñas hasta sangrar. Mentir compulsivamente, incluso en las circunstancias más simples. Pero a la locura nadie la quiere cerca. Y nosotras, sus recipientes, somos obligadas a vivir el peso de nuestros trastornos en un mutismo absoluto, en actitud positiva porque la vida es ahora, porque hay que atraer lo bueno con una enorme sonrisa, porque no vale de nada quejarse con tantas benditas bendiciones de este bendito, bendito, bendito mundo. Y una asume el ejercicio patológico del “todo en orden”, lo que sea con tal de no arruinar la ficción aséptica de aquellos a los que Susan Sontag llamó el “ejército de los erguidos”, las tropas con las lenguas humectadas y las caras limpias. El batallón de la sanidad.
Pienso en Esmé Weijun Wang, quien en su libro Todas las esquizofrenias, se cuestiona: “¿Qué pasa si considero que mi mente trastornada es una parte fundamental de lo que soy?”. Leo su pregunta y elijo la enredadera, el laberinto, esa fauna sinuosa que soy. Escojo no confiar en sus lógicas médicas. Me rebelo a sus pronósticos. Me quedo con Regina, con las insanas, con las monstruosas mujeres de las bocas secas.
Históricamente nos han silenciado, encerrado e invisibilizado bajo el insulto de locas. Todas las mujeres que se rebelan, que se enojan, que hacen uso de su fuerza, son inmediatamente descalificadas a partir de esta palabrita. Y, bajo ese señalamiento, hemos aprendido a defendernos.
Si alguien nos dice que “se nos zafó un tornillo”, inmediatamente decimos que no es verdad, que nuestro enfado es válido, que sabemos diferenciar entre la realidad y lo falso, que tenemos muy claras las cosas.
En su artículo Es hora de que las feministas escuchemos a las mujeres locas, Jara Aithany Pérez López dice: “existe una gran lucha dentro del feminismo para sacar a la luz las secuelas que tanta violencia recibida tiene en nuestra salud mental (...). Pero también se lucha para que no se nos llame locas por querer cambiar las cosas. (...) Y a mí esto me parece muy bien y a la par una mierda. En el momento en el que las feministas decimos que no estamos locas, que sabemos lo que queremos, estamos también insinuando que las locas no lo saben. Es en ese momento, y quizá sin darnos cuenta, cuando muchas feministas trazamos una línea a partir de la cual las locas quedan fuera. Quizá debamos plantearnos que la cuestión no es tener miedo a caer en el saco de las locas sino de luchar para que los derechos de las locas sean los mismos que los de las cuerdas. Si la palabra de las locas se respetara no se nos podría atacar con la locura para deslegitimarnos”.
Entonces pregunto: ¿Qué pasaría si nos re-apropiamos un poco de la palabra, si entendemos a la locura más allá de los estigmas? ¿Qué sucedería si le quitamos el tabú y miramos a quienes tienen “x” diagnóstico como personas y no como un objeto etiquetado? ¿Y si todas habláramos más abiertamente de nuestras heridas, nuestros delirios y dolores? ¿Y si estar deprimidas, ansiosas o angustiadas no fuese un secreto oscuro? ¿Y si le perdemos el miedo a lo “anormal”? ¿Y si nos esforzamos menos por ser funcionales, bonitas, exitosas, productivas y todo eso que exige una vida “cuerda”?
Estas son preguntas que responderé paso a pasito a través de una serie de cuatro textos que llamaré "Relatos sobre locura y otras formas de estar en el mundo”, un espacio breve dentro de esta columna para que repensemos juntas a la locura y la manera tan cruel en la cual se nos ha silenciado a través de ella.
Espero que quieras acompañarme en este viaje.