Los padres blancos nos dijeron: 'Pienso, luego existo'. La madre Negra que todas llevamos dentro, la poeta, nos susurra en nuestros sueños: siento, luego puedo ser libre.
-Audre Lorde
Me niego a ser un desecho. No soy la mujer-basura en la que me han querido convertir. Mi cuerpo no es un recipiente. Soy un territorio en constante resistencia. Soy una cuerpa que siente, sufre y goza. Si me necesitan intercambiable y perfecta, aquí me tienen errónea y enfermiza. Me pronuncio a favor del sudor, de la saliva, de los vellos. Yo, como Alejandra Pizarnik, abrazo mi cuerpo como un amado espacio de revelaciones.
Mi corporalidad no es un objeto, es mi autobiografía. Cada centímetro de piel es una historia aferrada a mi cuero como una chinche. Mi nariz aguileña es la herencia del abuelo que nunca conocí; el tamaño reducido de mis senos empata con las formas que adornan los pechos de mis tías maternas. Los dolores de mis abuelas se arremolinan en mi vientre. Las voces de mis antepasadas corren por mis venas.
Mi cintura es el espacio preferido de los hombres que me han amado. Mis pezones guardan el recuerdo viscoso de la primera mujer que amé. Mi columna partida es el efecto secundario de cuando quise convertirme en bailarina y deseaba que el fantasma de Pina Bausch penetrara mi cuerpo para hipnotizar con cada músculo, con cada fragmento de mí.
Fallé al perseguir a Pina. Y, a pesar de la derrota, gracias a mis breves acercamientos a la danza, comprendí que el cuerpo tiene su propia memoria, que sabe cosas ignoradas por la conciencia. Bolewa Sabourin, coreógrafo franco-congoleño, cree que se debe danzar para remover las más dolorosas heridas; él trabaja con mujeres víctimas de violencia sexual y, a través del baile, las ayuda a reapropiarse de sí mismas.
Fue así como me hice la misma pregunta que la poeta Jimena Gonzáles: “¿Por qué mi cuerpo es casa y no habitante?”. Mi respuesta fue sencilla: el régimen colonial capitalista se había encargado de santificarme ante el cogito ergo sum (“pienso, luego existo”).
La religión católica me adoctrinó para afirmar que el cuerpo es la cárcel del alma. El patriarcado me construyó discursivamente como un pedazo de carne dispuesto para ser exhibido, violado y vendido por retazos. Finalmente, el dispositivo médico me dijo, despacito, que mi cuerpo es una máquina fría, perfectible. Por esto y tantas cosas más, anduve por el mundo sin reconocer mis emociones, creyéndome una extranjera en mi propia piel. Pensaba que lo importante era la razón, que mi corporalidad era una masa moldeable, intrascendente, lejos del edén.
Crecí sin conocer mi motricidad. Me disocié. Un día perdí mi cuerpo y mi nombre. Me hice daño. Ignoré las memorias protegidas por mi dermis. Me clavé las uñas en los muslos hasta sangrar. Coleccioné bisturís en mi habitación para matarme cualquier madrugada. Me visualicé como un despojo. Me creí el ser más defectuoso y estúpido del mundo. Caí en la trampa. Me escribí con un habla violenta.
Por fin un día asistí a terapia y volví a mí después de un proceso de muchos años. Bien lo escribió Cénix C. Callejo: “Lo más difícil de reconciliarse con uno mismo es mirarse al espejo, decir con total convencimiento ´fui yo´ y saber abrazarse después de confesar”.
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En este espacio último, me enorgullezco de la relación de cercanía que llevo conmigo misma la mayor parte del tiempo. En este espacio último, respaldo a la filósofa Esther Díaz, una loba mágica que invita a la desobediencia, a liberar el deseo, a no permitir la colonización corporal, a frenar la expropiación de la vida y a recuperar lo corpóreo extraviado. En este espacio último, afirmo que no “tengo” un cuerpo: soy mi cuerpo. Cuerpo-cuerpa encendido. Cuerpo relleno de hormigas. Cuerpa-yegua salvaje. Cuerpo doliente. Cuerpo espinoso. Cuerpo que se defiende. Cuerpo cansado. Cuerpa fuego. Cuerpo robótico. Cuerpo doblado, desdoblado, ansioso, paranoico. Cuerpa enferma. Cuerpo abismal. Cuerpa en minifalda. Cuerpo cubierto de pelos. Cuerpo deprimido. Cuerpa menopáusica. Cuerpo mojado.
No soy un recipiente: soy el cuerpo de una mujer que aúlla.