Quiero existir más allá de mí misma
-A. Pizarnik.
Quizás parezca poco coherente mirar con los mismos lentes a Barbie, la última película de Greta Gerwig, y al trabajo literario de Alejandra Pizarnik, una de las poetas latinoamericanas más importantes de la actualidad. Pero la verdad es que tienen en común más de lo que te imaginas. Ahora te explicaré por qué.
Para iniciar, me parece importante hacer un breve anecdotario sobre Pizarnik, quien es considerada la última poeta surrealista. Ella nació en Buenos Aires el 29 de abril de 1936. Hija de inmigrantes ucraniano-judíos. Desde temprana edad dejó en claro que el suyo era un carácter rebelde y sensible, con una tendencia peligrosa a la autodestrucción, a ese territorio oscuro del que muy pocas vuelven.
“Extraño desacostumbrarme de la hora en que nací. Extraño no ejercer más mi oficio de recién llegada”, escribió Alejandra, la eterna extranjera, la que siempre se sintió fuera de lugar en un mundo tan cruel como el nuestro. Esta mujer-pájaro fue una brillante pensadora y traductora, gestó siete poemarios, una obra de teatro y una novela corta.
Incluso, construyó una amistad con grandes figuras del medio, como Julio Cortázar y Octavio Paz. Sin embargo, es arbitrariamente recordada porque el 25 de septiembre de 1972, cuando tenía 36 años, anotó en uno de sus pizarrones: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”. Luego se suicidó con cincuenta pastillas de Seconal.
Ella, de la mano de otras grandes maestras como Sylvia Plath, Anne Sexton, Emily Dickinson o Alfonsina Storni son evocadas y reconocidas por su locura, por la manera en la que murieron, por las diversas crisis que atravesaron cuando estaban vivas. Una injusticia absoluta que reduce el talento y la calidad de su trabajo. Las convierte en las locas, las raras. Las limita a ser un cliché, un mito, y eso, para Rosario Castellanos, es otra forma de encadenar a las mujeres, de inmovilizarlas, de matarlas también en lo simbólico.
Y díganme si no es eso, justamente eso, lo que se retrata en Barbie, donde Greta representa la manera brutal en la que las mujeres son reducidas a un molde abstracto e inalcanzable: el de la bonita, la extraña, la intelectual, la tonta o, incluso, la suicida… Todos estos son ideales absurdos que nos separan de la posibilidad de reconocer la totalidad fragmentada que nos habita.
De hecho, uno de los conflictos profundos de Alejandra, se debió a la eterna comparación con su hermana, una rubia hermosa y “bien portada”, contrastante con una Pizarnik que tartamudeaba y que, si abría la boca, era para decir cosas como las que se pregunta la protagonista de Barbie: ¿Piensan las muñecas en la muerte?
A esa cuestión, Alejandra respondería: "sí, sí pensamos en ella. Y no solo la pensamos, nos persigue, nos arrastra". La oscuridad también nos habita y negarla no sirve de nada, ya lo demostró Barbie y nuestra poeta.
Para mí, una de las mayores enseñanzas de Pizarnik es la de atrevernos a sentirlo todo: lo agradable y lo doloroso, así como tener la valentía de nombrar nuestras heridas, pues solo así procuraremos que no nos consuman desde adentro. Hay que sacar al dolor, transformarlo. Mirar nuestro abismo.
Alejandra no ganó la pelea contra la muerte. Pero, igual que Barbie, dejó en sus textos un mensaje claro: siente, escribe, grita, patalea, llora, raja con tus dientes ese molde que te atrapa, inventa un lenguaje, forja tu propio camino, no tengas miedo de mirar tus llagas. Aférrate a la vida hasta el final. Cuida de ti. O como ella misma lo escribió: “ganas de hacerme pequeña, sentarme en mi mano y cubrirme de besos”.