A veces me descubro haciendo justo lo que siempre prometí no hacer: juzgar. Con una sola mirada, una frase mal entendida o una historia incompleta, me lanzo a crear conclusiones sobre alguien más. Es tan fácil. Como si mi experiencia de vida fuera la única vara para medir lo que es correcto o incorrecto en las decisiones y acciones de los demás.
Y claro, no estoy sola en esto; es algo que hacemos sin darnos cuenta. Pero, ¿quién soy yo para juzgar? Esta pregunta me ronda la cabeza cada vez más. ¿Qué tan justo es evaluar a otros desde mi propia perspectiva limitada? Al final del día, todos somos espejos de las complejidades de nuestra historia personal.
La pedagoga y terapeuta italiana, María Montessori, solía decir que "el primer paso en el camino del aprendizaje es observar sin prejuicios". Y aunque ella hablaba principalmente de la educación infantil, su enseñanza tiene un impacto mucho más profundo en nuestras relaciones diarias. Observar sin juzgar implica detenernos, respirar, escuchar y entender que lo que vemos o escuchamos de los demás es solo una pequeña parte de su historia.
Que detrás de cada decisión, por más cuestionable que nos parezca, hay vivencias, miedos y esperanzas que no siempre conocemos ni comprendemos. Pero, ¿lo intentamos? Hoy me pregunto cuántas veces he tomado un camino fácil, el de la crítica, en lugar de elegir el más desafiante: el de la empatía. Porque sí, empatizar no siempre es fácil, menos cuando ya hemos hecho un juicio.
No siempre estamos de humor para ponernos en los zapatos de alguien más, sobre todo si sentimos que nuestras propias cargas son lo suficientemente pesadas. Pero, tal vez es justamente en esos momentos cuando más necesitamos recordar que no somos juezas ni dueñas de la verdad. Que cada persona tiene su propio proceso, tan legítimo y válido como el nuestro.
Es inevitable tener opiniones, claro, pero una opinión no es un veredicto. Y quizá deberíamos dejar de confundir ambas cosas. ¿Qué pasaría si, en lugar de emitir un juicio apresurado, nos diéramos la oportunidad de ser testigos imparciales de las historias de los demás? Tal vez ahí encontraríamos más paz y menos conflicto. Porque el juicio, cuando no es constructivo, termina por desgastar la confianza y las relaciones.
Al final del día, ¿quién soy yo para juzgar? Sólo una persona más intentando aprender y crecer. Con suerte, la clave está en soltar la necesidad de tener razón, en ceder el control sobre la vida ajena y en concentrarnos en lo único que realmente podemos cambiar: nuestras propias acciones. Cada vez que me sorprendo criticando, trato de recordarme que no tengo toda la historia, que no soy dueña de la verdad absoluta, y que la vida, en su hermosa complejidad, no es en blanco y negro.
Ya me prometí que cuando cruce por mi mente un "pensamiento afilado", mejor me haré una pregunta: ¿este juicio está aportando algo? Y si no lo está, ¿de qué me sirve cargarlo? En una de esas la respuesta no es otra cosa que un recordatorio de que todas las personas estamos en el mismo camino, aprendiendo día a día. Al final, es mejor sumar que restar.