Hace aproximadamente un año me inscribí a un taller de burlesque con Pedro Kóminik. Entré a este curso totalmente avergonzada de mí. Sentía que después de tantos años de maltrato, mi cuerpo me odiaba y yo a él. La ruptura corporal era completa. Me alimentaba la culpa, las ganas de ocultarme, de no dejarme mirar.
Aún con toda la carga que llevaba en mí, durante las sesiones experimenté una revolución. Aprendí a reconocerme, a cartografiarme desde el deseo y no desde el dolor, a encontrar esos otros lugares de goce que también soy. Reconfiguré la narrativa acerca de mi cuerpo. Y, por fin, recuperé mi libido. Te confieso que por mucho tiempo pensé que era asexual. Gracias a mi terapeuta entendí que esta situación se desprendía de la depresión y, por supuesto, de la tremenda desconexión que tenía con mi carne.
Desde entonces entré en un proceso de autoconocimiento muy profundo donde redescubrí mi corporalidad y traté de luchar contra la pena. Finalmente, sentir vergüenza de quienes somos es un mecanismo para inmovilizar, para mantenernos silenciosas, sin ocupar los espacios que también nos pertenecen. Avergonzadas y lejos, muy lejos de quienes somos: así es como nos quieren.
Durante el taller, el profesor nos pidió que buscáramos autoerotizarnos de diferentes maneras y mediante diversas actividades. Una de las cosas que comencé a hacer fue tomarme fotos, cada vez más subidas de tono. Algo que jamás en mi vida había hecho, básicamente porque detestaba mi reflejo.
Poco a poco comencé a subir algunas de esas fotografías, las más relajadas, a mis redes sociales, pero me inundaban un montón de inseguridades. No solo respecto a mi cuerpo, sino también acerca de qué tan feminista era lo que estaba haciendo. Sobre todo después de leer a varias autoras hablar de cómo esas acciones son profundamente patriarcales porque con ellas nos sexualizamos a nosotras mismas y eso es caer en el juego de la cosificación.
Todo esto me causaba mucho escozor. Después encontré a otras autoras, las que me decían: adueñarte de tu cuerpo y su sensualidad es incendiario, especialmente si no respondes a los moldes hegemónicos de belleza. Esto último, María Del Mar Ramón, lo explica así:
“Hay algunas (identidades que por no cumplir con los cánones hegemónicos de belleza (la delgadez, la blancura y la juventud) siempre serán obligadas a taparse, a censurarse y a existir sin placer y en constante supresión de sí mismas. A las mujeres gordas solo les permiten su aparición pública para decir que quieren adelgazar, de lo contrario estarían haciendo la tan mentada apología a la obesidad, solo por caminar sin vergüenza, para dar algún ejemplo. Es por eso que, para algunos cuerpos (los gordos, los marrones, los travestis, los mayores) la desnudez siempre será subversiva y revolucionaria y siempre será un ejercicio de resistencia a esa norma de la belleza admitida”.
Leía y leía a estas otras mujeres que me llenaban de valentía. Luego miraba las fotos en calzones que, después de tanto tiempo, me había atrevido a tomar y me paralizaba el miedo. Sentía que estaba haciendo algo malo, algo que me devaluaba.
Resulta que nosotras siempre tenemos que justificar todo acerca de nuestro cuerpo, de cuánto lo tapamos o lo mostramos. Se nos obliga a crear discursos súper enrollados para explicar por qué usamos minifaldas o escotes, o por qué preferimos la ropa aguada. Nos enseñan a justificar nuestra existencia y a sentir culpa por ser quienes somos.
De pronto, para salir rápido del aprieto sobre si estaban bien o mal esas fotos, tuve el impulso de decirme a mí misma que era rebelde volver a mi cuerpo a través de esa sensualidad. Que después de tanto tiempo odiándome era trasgresor mostrarme de esa forma y reconocerme erótica. Y no es que no sea así, pero también María Del Mar Ramón, en uno de sus textos, me dijo:
“No todo desnudo es revolucionario, ¿y por qué debería serlo? A veces una solo quiere empelotarse y ya, por el placer de ello, de verse y ser vista. ¿Qué importa lo demás? ¿Cada acción de nuestras vidas tiene que ser un ejercicio deliberado de revolución? Me gusta pensar que no. Que parte de la libertad que queremos conquistar implica que nuestros actos individuales puedan ser solo eso: cosas que hacemos para nosotras. Porque nos da la gana y ya”.
Y me sentí mejor con esta idea. A veces no quiero ser rebelde. A veces no me interesa si quiera ser inteligente o argumentar finamente mis ideas. Estoy cansada de todas las exigencias que caen sobre nosotras. Se espera que seamos ejemplares como hijas, madres, amas de casa, esposas o novias, etc. Luego, una quiere escapar de tanta asfixia huyendo hacia el feminismo, y se encuentra con que tampoco en ese espacio se da el ancho. Resulta que nunca eres lo suficientemente antipatriarcal o liberada. Y pareciera que nuestro destino es habitar la insuficiencia. Pero no. Ya basta.
Lo que me interesa ahora es aprender a decirme a mí misma que si un día quiero subir mi foto en calzones a Instagram, eso no me hace menos feminista, ni me invalida de ninguna forma. Que no debo justificar todo en mi vida. Que no todo en mi mi existencia necesita ser hiper-feminista o rebelde. Que no hay nada malo en fallar, en no ser siempre coherente y en dejar que la realidad me supere. Que está bien ser humana y habitar mi carne como mejor me plazca.
Como diría Pizarnik, quiero que mi cuerpo sea siempre un amado espacio de revelaciones.