Un lugar seguro (Paraíso Perdido, 2019) de Olivia Teroba es uno de mis libros favoritos. Vuelvo a sus páginas siempre que la vida me alcanza y se lo regalo a mis amigas cuando me es posible. Los ensayos que contiene son un diálogo abierto, situado en alguna parte del vientre. Es un texto que se siente en el cuerpo. Las frases se cuelan por los poros, muy despacito, como no queriendo. Luego se alojan alrededor del ombligo y esparcen su calor. Es un hechizo, uno que convierte la nada en ternura.
“Sentí que estaba conversando con una amiga”, es la frase que se repite una y otra vez cuando mis conocidas me cuentan sus impresiones sobre esta obra. Hay una sinceridad innegable en el discurrir de las palabras que habitan el texto. No exagero al decir que es brillante. Cuando hablo de algo brillante me refiero a eso que tiene una luz peculiar y se expande en sí; un algo que se escapa del arte para esparcirse en un lugar donde la poesía sobrevive en su estado más libre.
“Desocuparse”, el primero de diez ensayos, habla de temas tan importantes como la nulificación de las mujeres escritoras y la rebeldía de aquellas palabras que existen fuera de la lógica capitalista. También apunta varios aspectos sobre la procrastinación —un hábito preñado de culpa—, y acerca del desequilibrio emocional que produce la hoja en blanco; dos cosas que generalmente van de la mano. Una posterga el momento de la escritura porque la incertidumbre de lo no consumado suele generar ansiedad e incluso rabia. Al respecto, Teroba se cuestiona: “¿Qué puede haber en este vacío, en esta nada? ¿Empieza ahí la literatura?”.
Quisiera responderle que sí, que para mí la literatura se gesta en una interminable red de vacíos. Concuerdo con Teroba. Confío en la potencia de la desorientación y lo deshabitado.
Otro tema muy presente es la genealogía herida. Teroba enumera los rasgos dolientes que han acompañado a las mujeres de su familia por años. Alude, por supuesto, a una serie de abusos nacidos en la misoginia de hombres que solo saben aplastar. La voz autoral se debate entre el deseo de romper aquellos patrones aprendidos y el juego de espejos que la persigue; a veces, lo más difícil en la vida de una mujer es no seguir cometiendo los mismos errores de la madre, especialmente cuando fuimos educadas para “soportar” lo que sea con tal de ser amadas. En versos de la poeta Rosa Maria Roffiel: “Porque, desde niñas,/ aprendieron/ que los hombres son un/ premio al que hay/ que amar, sin importar si ellos las/ aman”.
En “Obra Negra”, uno de los ensayos del texto, Teroba escribe: “Pienso en mi abuela, en mis tías, en mi madre, en mis amigas, y no sé cómo empezar. No sé cómo podría convencerlas, decir algo que sea como abrazarlas siempre, inventar un conjuro, una serie de palabras que funcionen como amuleto; explicarles que ellas mismas son todo lo que necesitan para hacer cualquier cosa. Y decírmelo a mí, y creerlo”. Este libro es el sortilegio anhelado para hacer que nosotras, las otras, nos sintamos fuertes.
Un lugar seguro es una de esas obras autoficcionales que usan lo cotidiano como materia prima. Los ensayos transitan por el miedo, el autosabotaje, la sexualidad, la soledad, el desempleo y un montón de sucesos que son fáciles de reconocer, pero que se muestran en toda su profundidad.
Para hacerle honor al gusto esotérico de Teroba, diría que esta obra es como ir a una lectura de tarot. En mi caso, siempre que me leen las cartas descubro muchísimas cosas que guardaba en el inconsciente; luego, me paso meses enteros recordando los símbolos, las palabras y las señales otorgadas. Así pasa con Un lugar seguro, se queda en los sueños, en la piel, en el lenguaje.
Ojalá algún día me encuentre a Olivia en algún rincón de la Ciudad de México, para contarle que a veces se me olvida el sentido de la literatura, que me siento desganada, que tiro la toalla y es su libro la única pócima capaz de reanimarme.
Quisiera decirle que gracias a sus palabras recuerdo por qué vale la pena escribir.