El after de la democracia y el arte de vivir con el corazón roto
Todo este horror nunca ha sido normal
¿Qué tiene que ver todo esto que siento ahora con el mundo de afuera? ¿Cómo acomodo mi corazón roto en la furia de un genocidio? ¿Cómo me detengo a escuchar a Miguel Bosé entre todo el ruido electoral? ¿Cómo se hace para continuar en un mundo que se ve así, tan hecho pedazos, tan profundamente erróneo?
En este momento pienso en Terry Tempest Williams, cuando en una entrevista aseguró que “aprender a vivir con el corazón roto es un gran reto”. Y recuerdo un día, después de una marcha feminista, en el que me senté a comer pizza con lagrimas en los ojos y el ardor de mis pies. Ese día le confesé a Karla, una amiga, que me resulta muy difícil bordear la tristeza que se expande por mi cuerpo cuando me asomo a todo lo horrible del mundo, le dije que miro mis condiciones de vida y siento gratitud, pero también una rabia infinita porque sé que cientos de personas la pasan muy mal. Y, mientras eso siga así, creo que nunca sentiré la suficiente comodidad de existir.
Karla me observó directo a los ojos, como si quisiera atravesarme el cuerpo entero y me dijo: “Te toca aprender a vivir así, incómoda, con el corazón hecho pedazos. Tienes que aceptar eso, que vas a vivir de esa forma, porque la gente como tú no puede habitar el mundo diferente. Es eso o sentirte cómoda con el horror”.
Desde entonces, cada que me invade la decepción, la negrura, evoco sus palabras y, de alguna forma irónica, me dan fuerzas. Por ejemplo, la cuestión electoral volvió a trastornarme; me jode mucho mirar la ficción democrática como la única posibilidad para construir senderos diferentes, no comprendo la necesidad de defender partidos políticos y sus intereses, me agobian los insultos y la incapacidad para mirar a las otras personas más allá de los rancios juicios de clase y de raza.
Y en medio de tanto y tanto leí un texto de los zapatistas donde se habla acerca de lo complejo que es resistir con el corazón enterito en un mundo como el nuestro, en medio de las elecciones y el odio que destapan, porque al final de cuentas, “se pondrá peor [...] porque no es solo por un lado y de una forma que el capitalismo oprime. Oprime si mujer. Oprime si empleado. Oprime si obrero. Oprime si campesino. Oprime si joven. Oprime si niña o niño. Oprime si maestro. Oprime si estudiante. Oprime si artista. Oprime si piensas. Oprime si eres humano, o planta, o agua, o tierra, o aire, o animal”.
En este mismo texto, los zapatistas aseguran que para ellos la forma de resistir es organizándose. Y reitero lo molesta que me parece la ficción electoral, lo jodido del término ciudadanía y sus raíces coloniales; pero, sobre todo, pienso en lo esencial que resulta ver más allá de los espacios que el propio Estado abre para que las personas participen; en lo necesario que es la organización colectiva más allá del permiso y las reglas de los poderosos; en lo vital de crear asambleas, espacios de diálogo, sindicatos, círculos de estudios, manifestaciones y charlas. Para así, en comunidad, cargar con nuestros corazones rotos e imaginar otros mundos menos brutales.
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Hace poco entrevisté a un par de mujeres jornaleras que crearon sindicatos independientes en San Quintín. Ellas me contaron que sus reuniones comenzaron como espacios donde las mujeres trabajadoras agrícolas iban a tomar café. En esas convivencias, escuchando sus historias, se dieron cuenta de los dolores comunes que compartían y eligieron movilizarse de otras formas.
La filósofa Vilma Piedade habla de la doloridad, ella explica que las mujeres afro se vinculan desde la huella de dolor que les atraviesa: “la doloridad es una experiencia compartida de dolor y sufrimiento vivida por las mujeres afrodescendientes en respuesta a la opresión y la violencia sistemáticamente experimentada”. Creo que esto es posible de observar en aquellos grupos históricamente vulnerados, donde el dolor compartido es un volcán, una bomba ansiosa por destruirlo todo para construir algo nuevo, algo más digno.
Nuestro dolor también es un puente.
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En "Repensando el apocalipsis: un manifiesto indígena antifuturista", mi amada Yuderkys Espinosa Miñoso asegura que los anticuerpos para la enfermedad que devasta nuestros mundo, están en lo colectivo, en el tejido de redes comunitarias. Y sé que suena a frase hecha, a lugar común; sin embargo, lo creo. Confío en las posibilidades llorosas de acompañarnos vulnerables, llenas de roturas, de generar espacios de acompañamiento para nuestros corazones hechos cachitos, para nuestras heridas.
Pienso que tener el corazón roto es un arte, porque implica la capacidad de conmovernos, de dejarnos atravesar por el horror, de no mirar hacia otro lado y sentir la presión, la carga interna, el suspiro.
Ahora me doy cuenta: esta columna es un llamado a no defender partidos políticos ni a ninguna institución; a no cuidar al Estado y sus tácticas fragmentarias; es necesario recordar que la política no se trata de tener la razón; se trata de las personas, de su rabia, de sus heridas, de las ausencias que cargan, de las injusticias que les quiebran; se trata de construir mundos más dignos para todas.
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No interesa qué: organízate. Exige y cuestiona sin importar los colores que estén al poder. Nuestra lucha está con las personas de a pie. Mientras el país se siga llenando de fosas, mientras existan personas con hambre y las listas de desaparecidos se expandan, no le daremos paz a ningún gobierno. Aquí sabemos que el Estado es Estado, aunque lleve rostro de mujer. Que nos toca señalar y expandir nuestro grito, incendiarlo todo hasta que no nos falte nadie.
“Es tan fácil romper un corazón”, dice Miguel Mateos en su popular rola ochentera. Y sí, pero también es posible juntar nuestros corazones rotos, nuestro dolor, nuestra rabia y hacer que el fuego arda.
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