Hermana, deja que el fuego arda en ti
La intensidad nunca fue un problema
Planeaba escribir un texto lleno de citas, con nombres de autores sofisticados y referencias que guardo entre mis notas. Pero algo dentro, algo animal, algo que hierve me pide hablar contigo desde otra lugar, desde la lumbre, desde la intensidad que nos hace sentir tan avergonzadas.
Pienso en todas las veces que he minimizado mis enojos o mis emociones. En todas las palabras que recorto. En toda la ropa que dejo en mi clóset por miedo a que sea demasiado. No llamar la atención. No enojarme tantas veces. No decir lo que siento para no asustar a la gente, específicamente a los varones. No hablar tanto. No, no y no.
Aprendí a existir en el no, en la limitación, con el absoluto terror de ser una intensa, una tonta. Y estoy cansada de eso. De limitar mi lenguaje y mis emociones. De dejarme domesticar para no incomodar a nadie, para caber en las expectativas de todos, menos en las mías.
Qué cansado, qué doloroso es mutilarse a una misma para no desencajar.
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Hoy asistí a un encuentro con personas activistas pertenecientes a diferentes partes de la República mexicana. Defensores del territorio, mujeres con colectivos para ayudar a otras a abortar, grupos de familias buscadoras. Y mientras les escuchaba pensaba que cada cosa diferente en el mundo, es gracias a esas personas intensas, que se indignan, que señalan, que gritan, que ponen el cuerpo y siguen creyendo que es posible, que el mundo sí puede cambiarse paso a pasito.
Si algo he aprendido de quienes le entregan su vida al activismo, es que la rabia no está peleada con la alegría, con la ternura. Una madre que sale a la calle y lo rompe todo, lo hace por amor. El cariño y la indignación son motores. Saber arder con ellos y en ellos también es necesario.
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Evoco a mis amigas, cuando me cuentan que están conociendo a un nuevo hombre y este hace algo que las hace sentir incómodas. Entonces guardan su molestia. Las asusta que, si hablan, el susodicho las tome por “intensas” y las deje.
Nuestra cruz es andar por la vida siempre con el miedo de ser abandonadas por ser quienes somos. Pareciera que solo haciéndonos cachitos, traicionando nuestra esencia y adecuándonos a los deseos de los otros podemos encontrar el cariño que tanto anhelamos.
Nos enseñan que el cuidado y la atención, para nosotras, solo es posible cuando guardamos silencio, cuando no nos atrevemos a ser nosotras.
Yo digo habla. Enójate. Arde, hermana, arde. Que tu fuego lo desborde todo. La vida es muy breve para mantenernos en una cajita de cristal asfixiante. No es verdad que el amor significa amputar lo que somos.
Ríete fuerte. Perrea hasta el suelo. Sube fotos en calzones o no. Sé muy silenciosa. Quédate en tu casa a leer. No hables si no quieres. No bailes si no quieres. Hay muchas formas de arder, de ser nosotras, de no dejarnos arrastrar por lo que el resto quiere, de defender nuestro deseo.
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Hoy, contrario a tantas otras veces, tengo muchas ganas de ser yo. De habitar este cuerpo. De mirar esta cara, esta nariz que tanto odié, estos ojos grandes, este cabello enredado. Tengo tantas ganas de hacerme cargo de mí, de mi dolor, de mis fallas, de mi placer. Ya no quiero poner en las manos de un hombre mi estabilidad emocional. Ya no quiero poner en la mirada de otra persona el poder para aplastarme. Ya no quiero entregarle al resto la capacidad para decidir si mi existencia tiene sentido o no.
Aquí estoy. Escribo. Fallo. Ardo. Me invoco bruja. Tímida y asustadiza. Tierna y a veces cruel. Todo eso que me habita tiene derecho a vivir. Por eso pienso en fuego. Me abrazo al volcán.
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