Heroin chic: necroésteticas de lo pop
La muerte siempre ha estado de moda
Fue en los años 90 cuando se inauguró una estética llamada “heroin chic”. Este estilo fue inaugurado por Kate Moss en 1993 y trataba de imitar la imagen de los yonquis ―adictos a la heroína―. Mujeres hiper-delgadas, despeinadas y con apariencia destruida inundaron el imaginario popular y se posicionaron como la cumbre de la belleza.
Al mismo tiempo, crecía cada vez más la escena grunge estadounidense con bandas como Nirvana que, a través de su música y estética, extendían la imagen de la autodestrucción como algo profundamente deseable. Lo curioso del heroin chic es que se trataba de un territorio completamente femenino. Eran ellas y no ellos. De acuerdo con la investigadora Carmen Abad “eran jovencitas ojerosas posando en escenarios destartalados y a las que, así se llegó a decir, sólo les faltaba una jeringuilla (de heroína) colgando del brazo”.
En realidad, ya en el romanticismo la pintura se encargó de llenar las galería con oleos de mujeres cabizbajas, desgastadas y tendidas sin fuerza sobre el suelo, camas, sofás o cualquier lugar donde pudieran caer sus cuerpos incapaces de sostenerse por sí mismos. Las musas deprimidas y adoloridas no son algo nuevo. Para la académica Marina Mayoral Díaz: “El ideal erótico romántico llevaba en su misma concepción un germen de destrucción”.
En la autodestrucción de las mujeres hay un dejo de erotismo que alimenta el imaginario patriarcal. Para Rosario Castellanos, esta clase de estereotipos, de mitos, que caen de manera aplastante sobre nosotras son otra forma de anularnos y encadenar nuestra verdadera potencialidad. El fin es crear mandatos que mantengan a las mujeres en lugares de debilidad y de sumisión.
La heroin chic me resulta una necroestética porque alude a la destrucción del cuerpo orgánico, al suicidio. Y esa imagen, la de mujeres al borde de la muerte, hipnotizó al mundo pop de los 90 y lo sigue haciendo hoy. Se trata de una estética que, en realidad, nunca nos abandonó.
En su ensayo Fascinante fascismo, Susan Sontag pone el dedo sobre la llaga al señalar cómo la moda no es un juego simple, sino un espacio complejo que disciplina cuerpos y expande discursos muchas veces peligrosos. Por ejemplo, la moda buchona y el universo del narco; las prendas “militares” y su mundo bélico. Sobre esto, Susan explica que por un tiempo los uniformes nazis estuvieron también de moda. Habría que preguntarnos siempre: ¿Por qué tal o cuál cosa está de moda? ¿Qué voluntad esconde?
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La estética de la muerte parece seductora, especialmente cuando nos habita a nosotras. Los cuerpos enfermos, moribundos, son más fáciles de manejar. Nos quieren así, mujeres románticas tendidas en su miseria; mujeres modernas destruidas por pinchazos de heroína. Mujeres “hermosas” en tanto se hunden en el abismo de la locura, la drogadicción, la autoexigencia, los trastornos alimenticios y la insuficiencia.
Vuelvo a Coral Herrera, a quien ya había citado en una columna pasada: ”Una mujer que se auto-destruye es una mujer poética, como Virginia Woolf, como Janis Joplin, como Amy Winehouse. Ellas son ejemplos de mujeres hiper-sensibles que sucumben ante la dureza del entorno (...) Nuestra cultura ensalza a este tipo de mujeres porque se las considera especiales: se matan ellas solitas, no hace falta que nadie las aniquile. Es la guerra contra las mujeres librada en el interior de cada una de nosotras”.
La erotización de la muerte es sumamente peligrosa porque despolitiza los procesos brutales que hay detrás. Prestar atención a las estéticas que eligen los medios masivos para replicar, es atender al complejo juego político de la actualidad. Lanzarnos al abismo no es un acto de belleza en nombre de nuestra sexy feminidad. La moda no es, y nunca será, un terreno ingenuo.
A falta de mejores palabras, voy a recurrir a Cristina Rivera Garza para cerrar esta columna: “Creo que muchas mujeres hemos creído que nuestro final como creadoras es la destrucción como bomba romántica. Yo me llené de rabia por ese crimen, y por tantos otros que ni siquiera vislumbramos (...) Porque yo no quiero para mí ni para ti, ni para nadie, un final así; porque la destrucción y el desencanto no son un romanticismo ardiente sino un romanticismo asesino”.
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