[A]cabar con la discriminación por motivos de género y la sexualidad es tan importante como reivindicar unos precios dignos para los productos agrícolas y la tierra. En cambio, los derechos de las personas LGBTTIQ también forman parte de la lucha por la justicia y la dignidad.
-Paula Gioia
Actualmente llevo la comunicación de un par de proyectos que se dedican a la defensa de los derechos laborales, y uno de ellos se centra en las personas trabajadoras agrícolas. En el proceso de empaparme acerca de la información del proyecto, he aprendido mucho, muchísimo, sobre la precariedad y el abandono en el que se encuentran las personas jornaleras, aún cuando su trabajo sostiene nuestra alimentación cotidiana. Es decir, su labor nos permite continuar vivas.
Ahora, en el mes del orgullo ―y de la rabia también, diría yo― pienso muchísimo en Lorena Cabnal y su concepto territorio-cuerpo-tierra, que implica mirar los vínculos inseparables entre el lugar que habitamos, la naturaleza y nuestra corporalidad (por explicarlo de una forma exageradamente sintetizada). Cabnal dice: “Estos cuerpos soportan todo y, entonces, se vuelven un territorio en disputa. [...] Este cuerpo experimenta un despojo, un saqueo, una imposición de otro tiempo, de otra realidad, de otra interpretación... Este cuerpo ha experimentado la colonialidad”.
Gran parte de las personas trabajadoras agrícolas pertenecen a comunidades indígenas ―de acuerdo con el Módulo de Condiciones Socioeconómicas de la ENIGH 2014, de cada 100 trabajadores agrícolas, 24 hablaban alguna lengua indígena―, quienes no solo son desplazadas de sus hogares, sino que, además, sus cuerpos son territorios en disputa, como señala Cabnal. Es decir, hay cuerpos que no solo son despojados de sus tierras, sino también de la agencia sobre sí mismos, de su lenguaje, de su existencia en sí.
Las y los jornaleros son uno de los grupos más vulnerados en nuestro país; la mayoría trabajan sin contratos, acosados por el crimen organizado, lejos de sus lugares de origen, en faenas de hasta doce horas bajo climas extremos, a cambio de sueldos irrisorios. La activista Margarita Nemecio, en una conferencia, aseguraba que les pagan $1 por llenar un bote de pepinos, luego, sin más, nos preguntaba: “¿A ustedes, para qué les alcanza con un peso?”.
Hace unos días, con la cercanía del 28 de junio, se denunció que no hay datos acerca de las personas de la diversidad en los campos agrícolas del país. Esto, de ninguna manera, significa que no exista la homosexualidad entre la población jornalera. Señala, más bien, que sus cuerpos son atravesados por diversos dispositivos de poder que no les permiten expresar abiertamente su identidad o sus preferencias sexuales.
El campo es un lugar donde las personas enfrentan un montón de discriminaciones por razones de género, raza y clase; por lo tanto, es un lugar poco seguro para que las personas disidentes se expresen abiertamente.
Sobre esto, la académica y agricultora Paula Gioia, expresa: “Las personas indígenas LGBTTIQ+ en el Norte y Sur de América también tienen que lidiar con la discriminación dentro y fuera de sus comunidades. La colonización europea dejó un legado de prejuicios que, hasta el día de hoy, impacta negativamente en la sexualidad y la espiritualidad ancestral de los pueblos indígenas. Para colonizar la sexualidad indígena, se utilizaron diferentes mecanismos, entre ellos la imposición de concepciones sociales y religiosas europeas sobre las relaciones y las transidentidades del mismo género”.
Por otro lado ―y disculpa que te bombardee con tantas citas―, en uno de sus textos, Helena Zelic y Bianca Pessoa, expresan: “Aunque sea muy invisibilizado, el campo es amplio y diverso. Los pueblos indígenas, pueblos ancestrales afrodescendientes, pueblos de los bosques y los ríos, las personas agricultoras, pastoras, pescadoras, apicultoras, trabajadoras migrantes y estacionales tienen una diversidad de modos de vida y de formas de vivir la sexualidad. En el sur global, estas múltiples posibilidades fueron y siguen siendo cercenadas por las intervenciones coloniales, esclavistas e imperialistas. ¿Cómo es posible que la violencia que se impuso sobre los cuerpos de nuestros antepasados siga hasta hoy también sobre nuestros cuerpos?”.
Lo que quiero decir, finalmente, es que el caso específico de las personas trabajadoras agrícolas es un ejemplo extremo de las formas arraigadas en las que operan el sistema patriarcal y capitalista: desplazan cuerpos, los precarizan, los enferman, los explotan, los silencian y al mismo tiempo los mantienen atados a sus normas de conducta.
Hay cuerpos que no le son funcionales al sistema, a menos que sea para esclavizarlos hasta la muerte; por lo tanto, les somete a las condiciones más insoportables, pero, mientras tanto, les obliga a alinearse a las reglas de conducta. La mínima desviación sería problemática, se convertiría en un aviso para que otras personas sepan que se puede vivir de otras maneras, que asimilar al pie de la letra las reglas del sistema es aniquilar nuestra posibilidad de ser desde la libertad.
Sobre esto, el movimiento internacional La Vía Campesina, asegura: “No se tratan de frentes diferentes, y separarlos en cajitas, es una fragmentación que impide la transformación. La lucha campesina, feminista, negra, indígena, migrante y LGBTI es una lucha integral por la liberación y autodeterminación de los territorios-cuerpo y los territorios-tierra”.
Defender la tierra es defender el territorio y también pelear por nuestros cuerpos, por movernos y habitar el espacio sin miedo. Por eso, la libertad de las personas jornaleras nos implica a todas, porque su dignidad marca la pauta de la nuestra.