¿Por qué "Oldboy" es lo máximo?
Apuntes sobre un clásico del cine de acción
Oldboy: cinco días para vengarse, del director Chan-Wook Park, es una cinta oscura que remite a las tragedias griegas y que, si me permites inferir, creo que se hubiera convertido en una de las cintas favoritas de Sófocles. Y es que se trata de un largometraje repleto de violencia, de dolor, de venganza y, sobre todo, de giros inesperados que le retuercen las tripas incluso al más asceta.
La peli se desprende de un manga homónimo publicado en 1996, escrito por Garon Tsuchiya e ilustrado por Nobuaki Minegishi. Fue gracias a este material que el director se inspiró para realizar una trilogía sobre la venganza, de la cual Oldboy es la segunda entrega ―la completan Sympathy for Mr. Vengeance y Sympathy for Lady Vengeance―.
Las divagaciones de Chan-Wook Park en torno a la salvación y la miseria humana dieron luz a esta cinta donde se narra la historia de Oh Dae-su, interpretado por Min-sik Choi, quien es secuestrado y encarcelado por 15 años, hasta que un día, también sin previo aviso, es liberado solo para enterarse de que tiene cinco días para comprender el motivo de su cautiverio.
Al ser encarcelado sin razón aparente, el personaje pierde a su familia, sus amigos y cualquier posibilidad de llevar una vida “normal”. Es en el cautiverio donde se enfrenta a su memoria y a los impulsos autodestructivos que le persiguen. Finalmente es arrastrado a un lugar de desolación y locura donde el protagonista construye una nueva identidad completamente resquebrajada de quien fue antes. Se transforma en un ser que oscila entre el zombie y el animal; entre la esfinge y la sombra.
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Al tratar de descifrar las razones por las cuales fue secuestrado, Oh Dae-su comprende que un desliz cometido en su juventud generó una situación de profundo dolor en otras personas.
Con esto, una puede detenerse a pensar en el peso de nuestras palabras, de las acciones que llevamos a cabo con absoluta levedad todos los días, del impacto que tenemos en la vida de los otros sin darnos cuenta. En este caso, el protagonista es incapaz de comprender la magnitud del caos generado por abrir la boca para pronunciar un par de palabras que en ese momento apenas tenían sentido.
Queda claro: el lenguaje es mortal. El lenguaje es una bala.
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Al estilo de John Wick, la venganza se posiciona, primero, como una posibilidad liberadora. Después, como un espacio nebuloso del que nunca se sale completamente. Cada acción para desquitar la aflicción propia, no hace más que crear abismos más profundos, más imposibles de evadir.
Así, los personajes de la cinta son arrastrados por una oscuridad incapaz de transformarse en algo distinto al dolor.
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Esta es una película sobre perder. Sobre habitar este plano y no ganar nunca la batalla. Es una cinta acerca del desgarro y la grieta. No hay ninguna pizca edulcorada, solo un andar de acciones que desembocan en lugares cada vez más desolados.
Es genial que en medio de tanta moralidad, esta peli no busque enseñar nada, solo retratar la derrota, la caída en sus múltiples facetas. La violencia por la violencia. La desesperación por la desesperación. Solo un espacio donde incluso las palabras pierden sentido. Es la destrucción de todo significado.
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Las actuaciones, la fotografía, el guion, la edición de sonido, el vestuario… Todo me parece maravilloso, oscuro, salido de un lugar vampírico. Es una de esas películas imperdibles, que te dejan una sensación opresiva en el estómago, que se quedan grabadas en algún espacio del cuerpo y se hacen un hueco en los gestos cotidianos, en la memoria, en el habla. O, mejor aún, en el silencio.
Oldboy es esa tragedia que reinventa al Edipo de Sófocles para convertirlo en un borracho que se arranca la lengua para saldar su deuda, para limpiar su culpa. Esto es glorioso en una época donde los bombardeos de palabras lo permean todo.
Para traducir esta cinta en un poema, elijo, sin pensarlo demasiado, “Hora de la ceniza” de Roque Dalton:
(...) Cuando yo muera,
cuando yo muera
dirán con buenas intenciones
que no supe llorar.
Ahora llueve de nuevo.
Nunca ha sido tan tarde a las siete menos cuarto
como hoy.
Siento unas ganas locas de reír
o de matarme.
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