¿Podría ser una buena mamá si tengo un trastorno mental?
Parte 4*: Relatos sobre locura y otras formas de estar en el mundo
Estoy llorando.
Lloro mientras pienso en las cosas que quiero escribir aquí, en los miedos que se destapan cuando pienso en esto, en lo roto que siento mi corazón. Lloro y quiero detenerme, contarte otra cosa, tal vez del día que descubrí a mi madre poniendo los regalos de Reyes bajo el árbol, o de cuando me enamoré de un hombre con ojos de cóndor. Lo que sea con tal de no hablar sobre esa pregunta que vuelve a mí cada cierto tiempo: ¿Podría ser, alguna vez, una buena mamá?
Casi siempre que me cuestiono esto, respondo que no. Nunca. Y cuando las personas me preguntan si quiero hijos o un marido, me da vergüenza contarles, explicarles, hacerles entender todo este miedo que me inunda cuando pienso en abrirle la puerta a alguien y mostrarle esto que soy, este sube y baja interminable, este cansancio.
Cuando se me ocurre fantasear con una familia y esas cosas, siempre llega el momento del embarazo y mi terror a la depresión posparto, a la crisis, al silencio de mi mente cuando se apaga o se enciende demasiado y me lleva a lugares llenos de temblores. Tan vacíos de mí, de quien honestamente creo que soy.
¿Cómo ser una buena madre así? Si tengo un hijo, ¿lo dejaré secar como a mis plantas, como a mí? ¿Quién le dará de comer cuando no soy capaz de alimentarme a mí misma? ¿Quién le explicará por qué su mamá lleva todo el día llorando, sin moverse de su cama?
Me detengo y digo basta. Porque tampoco es cierto que solo soy eso. Porque son más los días buenos. Solo es que me resulta casi imposible mirarme con suavidad cuando me imagino como una madre; en esos escenario tiendo a observarme como un monstruo, como lo que me han dicho que soy y no como esta persona que realmente me habita: la que cuida de sus amigas, la que le sonríe a los extraños en la calle, la que se detiene a mirar cómo las hojitas caen de los árboles, la que siempre busca una palabra amable para regalarle a las personas, la que se desvela mientras imagina qué estrategias puede inventarse para que el mundo sea un lugar más suave.
La otra vez Naza y Cris, dos de mis mejores amigas, me dijeron que para ellas soy el elemento tierra, porque las sostengo. Y me he traído hasta este momento. Entonces, en realidad, sí sé cuidar. Sé tocar despacio. Sé cosechar y sembrar. Sé convertirme en agua.
Hace muchos años, otro amigo me dijo que él no podía imaginarme dando vida, engendrando. Él no sabe lo mucho que me dolió su comentario, lo mucho que le creí.
Ahora es un poquito diferente. Entiendo que también desde lo vulnerable se puede hacer vivir.
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Vuelvo al libro que siempre cito: Todas las esquizofrenias, de Esmé Weijun Wang, donde la autora se hace la misma pregunta que solté al inicio del texto. En uno de los capítulos del libro, uno que justamente se llama “¿Ser o no ser madre?”, se sumerge en un pozo donde oscilan por igual la esperanza y el horror acerca de este tema.
A partir de la experiencia de Esmé, la también escritora Fernanda Latani M. Bravo, en su artículo ¿Me impediría mi condición mental ser buena madre?, dice: “Las mujeres que vivimos con una condición mental no solo enfrentamos la expectativa patriarcal de ser buenas madres. Entregadas, dedicadas, devotas de lxs hijxs; las que no duermen ni descansan. Sino que además algunas nos enfrentamos a la duda de cómo nuestra condición afectaría nuestro proceso de maternar. [...] ¿Qué pasaría si me convierto en la mamá más mala, encarcelada o internada?”.
Finalmente, Esmé acaba por responder que, si bien podría convertirse en la mamá más horrible del mundo, también es cierto que podría suceder todo lo contrario. Tal vez ella sería la mejor mamá, la más sensible, la más humana. Tal vez, y solo tal vez…
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En una reunión con tres de mis amigxs más cercanos, escuché cómo, en voz bajita, se decían que seguro mi diagnóstico era errado, porque yo “me veía muy bien”. Alguna otra vez, un doctor me dijo que seguramente mi terapeuta se había equivocado porque no le parecía una persona violenta.
Aquí hago un paréntesis y te recuerdo que, según Sonia, mi terapeuta, me habita algo llamado Ciclotimia -que es algo así como una bipolaridad baby-, o bipolaridad del tipo 1 -según el ojo de mi primera psiquiatra y Olivo, mi médico de cabecera-. Honestamente prefiero pensar en mí desde la ciclotimia porque me parece una palabra más bonita.
En fin, es bien complejo que una logre mirarse más allá de los pronósticos, de las caricaturas que la gente pone sobre las personas con X o Y diagnóstico. Son estereotipos espantosos que duelen e invalidan nuestras experiencias, que nos arrebatan la voz y hacen más difícil la alternativa de mirarnos fuera de las patologías, de imaginar que por nuestras manos avanza una vida más apacible, una donde incluso la maternidad es posible.
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En su texto Mi madre es otra, Amanda Marton Ramaciotti cuenta sobre su mamá con esquizofrenia: “La enfermedad de Cecilia jamás le impidió educarme. Con ella aprendí a no juzgar a las personas, a leer compulsivamente, a enamorarme del Periodismo y de la Historia, a sensibilizarme frente a una injusticia, a escuchar, a intentar ser menos peleadora, a agradecer a todos por todo. Mi madre fue quien me enseñó la importancia de reconocer los errores. A perdonar. A no ser tan orgullosa. A cómo cuidar los cólicos menstruales. Ella estuvo a mi lado en mis muchas caídas y las veces que me levanté. Ella me advirtió cuando no le gustaba el comportamiento de algún amigo. Ella me abrazó tras una decepción amorosa. Ella celebró mis logros. (...) Aun así, lo siento, mainha: si tengo tu enfermedad, aborto. No quiero que mis hijos pasen por lo mismo que pasé yo”.
En alguna otra parte del mismo texto, la autora le dice a su madre: “Mainha, perdóname, pero no quiero parecerme a ti”.
Y esto, de nuevo, me rompe.
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También están las condiciones materiales. Quiero decir, a estas alturas, ya tenemos claro que los trastornos mentales están profundamente ligados con lo contextual y socioeconómico, ¿no?
¿Cómo puede existir eso a lo que llaman “salud mental” cuando se vive en la precariedad, en el multitrabajo, en el hambre, en la guerra, en la violencia, en la persecución, en el duelo perpetuo? ¿Cómo no enloquecer en un mundo así de brutal? Con tantas muertes, con múltiples genocidios en marcha y los bosques secándose. ¿Cómo no enloquecer cuando tienes que estirar tus últimos veinte pesos para llegar a fin de mes, cuando el dinero en la cartera no alcanza para hacerte esos estudios importantísimos, cuando no tienes para pagar una terapia o comprar los medicamentos que “mágicamente” te quitarán la depresión ocasionada por el abandono, la pobreza y el desempleo? Alguien dígame, por favor, ¿cómo no volverse loca en medio de tanto exterminio?
Y, peor aún, ¿cómo ser mamá en esas condiciones?
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También es cierto que para las mujeres la locura es un castigo infinito, constante. Cuando la quema de brujas ya no alcanzó, comenzaron con la cacería de las locas. Las histéricas.
¿Sabías que histeria, etimológicamente, proviene de la palabra griega Hysteron que significa útero? Pues sí, una enfermedad de mujeres, porque la locura siempre ha sido un problema de nosotras.
La académica Carla Torralba Suárez, explica que: “En el siglo XIX, las mujeres constituían el mayor mercado terapéutico de países como EEUU, puesto que las tres cuartas partes se consideraban enfermas”. Parece que la enfermedad, en realidad, es ser mujer. Ahora, ser una madre tan endiabladamente errónea, loca, se vuelve un pecado imperdonable.
Por eso, el cierre de estos relatos, será justamente un texto donde te contaré todo acerca de la histeria y cómo ésta fue usada para castigar a cientos de mujeres.
Nos leemos el próximo jueves para ponerle un puntito final a este debraye.
*Consulta:
Relatos sobre la locura y otras formas de estar en el mundo (parte 1).
Relatos sobre la locura y otras formas de estar en el mundo (parte 2).
Relatos sobre la locura y otras formas de estar en el mundo (parte 3).
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