Las brujas, las histéricas y la invención del vibrador
Hay que volver a mirar nuestro deseo
Cuando la quema de brujas no fue suficiente, comenzó la persecución de las locas. La patologización del cuerpo de las mujeres ha sido un método de control que históricamente ha funcionado para silenciarnos.
Es bien sabido que entre los siglos XV y XVII, aproximadamente quinientas mil mujeres fueron quemadas en la hoguera. No quiero imaginar cuál sería la cantidad exacta para hablar de todas aquellas que fueron encerradas y torturadas por “histéricas”.
La histeria ―del griego “hysteron” que significa útero― no solamente es un insulto muy actual para invalidar a las mujeres, también es una enfermedad que por mucho tiempo fue un gran pretexto para, una vez más, controlar nuestra capacidad deseante.
Hago aquí un paréntesis para explicar rapidito que la histeria es una enfermedad nerviosa reconocida por alteraciones emocionales, convulsiones, parálisis de diversas partes del cuerpo y sofocaciones sin ninguna explicación “biológica”. Por eso también se le conoce como “trastorno por somatización”.
A mí parecer, el personaje de la “histérica” está fuertemente ligado con el de la “bruja”; ambos funcionaron para presentar a las mujeres como seres monstruosos, con la capacidad para destruir las buenas costumbres a través de su potencial sexual y rebelde.
Esto es algo que también piensa el psicoanalista Carlos D. Pérez, quien en uno de sus artículos explica: “Freud no duda de que histérica y bruja sean idénticas, reiteradamente lo afirma.(...) A propósito del tratamiento de las histéricas, Freud le confía en una carta a su amigo Fliess: 'No estoy lejos de la idea de que en las perversiones, cuyo negativo es la histeria, estaríamos frente a un resto de un antiquísimo culto sexual que otro quizá fue también religión en el Oriente semítico (Moloch, Astarté)'. Astarté es uno de los nombres de Ishtar, diosa de la voluptuosidad que con su cortejo de putas sagradas reinó hace cinco mil años en Babilonia iniciando al hombre en el erotismo y el saber”.
Tanto en las brujas como en las histéricas había una electricidad erótica que resultaba incómoda para los buenos modales. Por un lado, el psicoanálisis de Freud afirmaba que era una enfermedad derivada de pulsiones sexuales reprimidas, específicamente de aquellas que las histéricas sentían hacia sus padres. Por otro lado, estaba la iglesia con la conocida receta sobre mujeres en plena posesión demoníaca. Y, por último, la medicina encontró en el orgasmo femenino, o “paroxismo histérico”, una de las curas para este “mal”.
Aquí, es importante decir que solamente los médicos podían masturbar a las mujeres para que llegaran al paroxismo. Sobra decir que el hecho de que ellas lo hicieran por sí mismas era considerado un pecado. Sin embargo, a causa de que este procedimiento le causaba un desgaste importante a los médicos, se inventó un aparato bien conocido que ayudaría a estas mujeres a curar su enfermedad: el vibrador.
Además de la masturbación, se recetaban tratamientos mucho más crueles como sanguijuelas aplicadas a la vulva, al ano y al cuello de la matriz; cauterización del cuello uterino con nitrato de plata; inyecciones de varios líquidos a la vagina, hidroterapia en forma de duchas, electroterapia, así como histerectomías, extirpación de los ovarios o ablación de clítoris.
Todo esto deja muy en claro que el deseo femenino es algo que se paga caro. A nosotras se nos relega a ser objetos de deseo, más no sujetos con la capacidad de desear. Por eso, reconocernos desde el goce es prioritario para apropiarnos de nuestras cartografías, de nuestros cuerpos, de nuestra voz.
Y como alguna vez, en un taller, la poeta Carla Faesler dijo: “Dios nos expulsó de su paraíso, para lanzarnos al otro paraíso, el del sexo y el conocimiento”. Nos queda encontrar la maravillosa potencia que hay en nuestra carne para crear saberes, para nombrarnos, para construir una nueva geografía acerca de quiénes somos más allá de los tabúes patriarcales. Nos queda ser deseantes, absolutas dueñas de nuestro goce.
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