El genocidio en Palestina y las nuevas formas de dar muerte
Hacer monstruosidad como una estrategia para el exterminio
221 días de genocidio. Miles de personas aniquiladas a la vista del mundo, en tiempo real, en medio de likes y una hiperconexión que, según nos contaron, haría imposible que esta clase de exterminios sucedieran de nuevo. Y henos aquí, viendo los escombros a través de las pantallas de nuestros celulares, con un hueco infinito en la frente y la insuficiencia de un final que no llega.
Un pueblo es borrado ruidosamente; no hay silencio, no hay simulación. Nada. Un estruendo. Las bombas. Una masacre cínica. Un tanto distinto a lo que sucedió en el régimen nazi, la tecnificación de la muerte en Palestina alcanza niveles de brutalidad sin escrúpulo ni deseo de ocultamiento, solo hay un hambre de muerte. El campo de concentración ya no tiene paredes: cada rincón en Palestina es un espacio para hacer morir.
Ahora, igual que el filósofo Achille Mbembe, me pregunto: “¿En qué condiciones concretas se ejerce ese poder de matar, de dejar vivir o de exponer a Ia muerte? ¿Quién es el sujeto de ese derecho? ¿Qué nos dice Ia aplicación de este poder sobre Ia persona que es condenada a muerte y de Ia resolución de enemistad que opone esta persona a su verdugo? ¿La noción de biopoder acaso da cuenta de Ia forma en que Ia política hace hoy del asesinato de su enemigo su objetivo primero y absoluto, con el pretexto de Ia guerra, de Ia resistencia o de Ia lucha contra el terror? Después de todo, Ia guerra también es un medio de establecer Ia soberanía, tanto como un modo de ejercer el derecho a dar Ia muerte”.
Esta masacre no es un acto nacido de la nada, más allá de fechas o sucesos históricos puntuales, quiero concentrarme en el aspecto discursivo. Es decir, hay toda una justificación discursiva que permite dar muerte de esta forma; aquella que señala cuáles son los cuerpos que deben protegerse y cuáles aquellos a los que se debe asesinar. En segundo término, me refiero a los cuerpos desechables o, como diría Galeano, a "los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada”.
En este caso específico me funciona pensar en la teratopolítica ―entendida como una categoría que permite estudiar cuáles vidas son construidas como monstruosas y, por lo tanto, como desechables―. La "monstrificación", en este caso, no tiene una perspectiva liberadora o rebelde, pues hace referencia a cómo el poder caricaturiza y exagera lo que considera el reverso negativo de lo humano: aquello “infra-humano”, “salvaje”, “menos que animal”.
El Estado, bajo su poder para hacer monstruosidad, señala a determinados cuerpos, con ciertas características raciales, pertenecientes a zonas geográficas específicas, como seres peligrosos que representan una afrenta a la buena y blanca ciudadanía occidental. De acuerdo con el filósofo Michel Foucault “es el racismo de Estado el que genera la aceptabilidad de la matanza”.
Sobre esto, Mbembe explica: “La raza ha constituido Ia sombra siempre presente sobre el pensamiento y Ia práctica de las políticas occidentales, sobre todo cuando se trata de imaginar la inhumanidad de los pueblos extranjeros y Ia dominación que debe ejercerse sobre ellos. Sugiere que Ia política de Ia raza está en última instancia ligada a Ia política de Ia muerte. Racismo es, en términos foucaultianos, ante todo, una tecnología que pretende permitir el ejercicio del biopoder, el viejo derecho soberano de matar”.
El discurso de aquellos cuerpos descartables se construye mediante todos los aspectos de la vida tal y como la conocemos: los medios de comunicación, la academia y, por supuesto, las políticas que posibilitan legalmente la persecución, el encierro y el exilio. Pensemos, por ejemplo, en la idea del terrorista. ¿Cómo te lo imaginas? Hay, en nuestra mente, una idea fija de cómo se ve una persona terrorista, de cómo habla, de a qué pueblos pertenece y cómo se viste.
Nada de esto es una causalidad, es algo perfectamente construido para crear monstruosidad, para inyectar miedo hacia las personas que lucen de tal manera o pertenecen a ciertos territorios. Esto no solamente le da al Estado la posibilidad de justificar la eliminación, sino que, además, permite que las propias personas ―angustiadas por el terror― exijan el exterminio de quienes consideran un peligro.
Justo es esto lo que sucede con los migrantes, quienes, poco a poco, son narrados como personas que se dedican a delinquir y lastimar el santísimo cuerpo social. Frente a estas lógicas, su encierro y eliminación no son actos de crueldad, sino formas de proteger a la gente “buena” de esos seres malvados y enfermos.
En uno de sus artículos, la académica Andrea Torrano, explica: "La supresión de la vida fue acompañada por un proceso de deshumanización o, en otros términos, de animalización. (...) La animalización, por tanto, alude al proceso mediante el cual la vida humana es desprovista de forma, vaciada de calificativos. Agamben llama a esta vida desnuda, a la cual se le puede dar muerte sin cometer homicidio”.
Frente a los procesos de deshumanización, nos queda hablar de Palestina hasta que falten palabras. Gritar ante el horror. Devolverle a su pueblo la humanidad que les han querido robar y, como bien cantan las consigas, recordarle al mundo que “las maestras de Palestina no son un peligro. Los niños palestinos tampoco…”.
En este juego sádico de poderes, nosotras ya sabemos muy bien quiénes son los verdaderos monstruos.
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