¿Lo "coquette" puede ser rebelde?
La moda como un territorio de libertad
Históricamente la moda ha sido un espacio para domesticar cuerpos y mercantilizarlo todo. Pienso, por ejemplo, en Susan Sontag, quien señaló la manera en la que el fascismo y sus lenguajes se colaron en el mundo del fashion. Algo así critica la filósofa mexicana Sayak Valencia, quien apunta que en nuestros tiempos la brutalidad se estiliza y vende muy bien. ¿Un ejemplo? La narcoestética y el universo buchón que le acompaña.
Pero, en medio de todo esto, la moda ha fungido como un territorio de transgresión, como el lugar donde mujeres y disidencias se rebelan a los estándares de belleza. También es una zona para escupir los mandatos de la blanquitud, del patriarcado y el colonialismo.
Actualmente asistimos al nacimiento de lo coquette —palabra en francés que significa coqueta—. Se trata de una tendencia caracterizada por la exaltación de accesorios usualmente relacionados con lo “femenino”, como perlas, moños, adornos color rosa, prendas de tul, medias blancas y botas estilo Lolita.
En uno de sus artículos, Selene Roldán señala que “en la hiperfeminidad del coquette vienen incluidas formas de ser-mujer que han sido consideradas misóginas por autoras como Simone de Beauvoir, Betty Friedan y Rosario Castellanos. Estos comportamientos y expectativas infantilizan a las mujeres adultas”. La autora resalta que esta estética también instaura modos de ver la vida relacionados con la ultraderecha, así como con roles esencialistas del género.
La verdad es que estoy de acuerdo con su postura y, al mismo tiempo, no. Lo que me resulta increíble de la moda, son las múltiples deformaciones de cada tendencia. Y utilizo la palabra “deformación” adrede, porque quiero hablar de ruptura, de incorrección, de tomar propuestas limpias y pulcras para arrebatárselas a los cuerpos hegemónicos.
Ante lo coquette de las grandes industrias, surgen ramificaciones menos aceptadas, y estas son las que me interesan; es en ellas donde las mujeres resignifican la idea de feminidad para transformarla en un espacio de experimentación. De hecho, se ha dado pie a lo cholette, tumbette, y otras variaciones, que combinan lo periférico con moños y accesorios rosados.
La moda no es de las marcas, mucho menos de la alta costura. La moda vive en las personas que la transforman, se burlan de ella, la doblan y la usan para gritar.
Me atrae lo coquette como esa posibilidad para repensar lo “femenino” fuera de las lógicas de la vergüenza y lo débil; como un camino para recordar que puedes ser “coqueta” si no eres flaca o blanca, incluso si no eres mujer.
Me interesa lo coquette cuando se enoja, cuando se afea, cuando toma vida en los barrios y se usa para hacer sorna de ideas anticuadas; cuando una chica con enormes moños en la cabeza sale a la calle para presumir sus trenzas y sus piernas sin depilar, sus cejas imperfectas.
Me emocionan las ramificaciones de esta tendencia, las que nos recuerdan que ya no es momento para creer que las morras con labial rosa y sombras de brillitos no son capaces de explicarte a Marx; que mi tía Graciela sale a marchar en tacones; que mi mamá fue una adolescente albañil que preparaba el colado con sus calcetines de holanes.
Me gusta lo coquette cuando nos dice que “mujer” nunca ha sido sinónimo de insuficiencia.
Me gusta lo coquette cuando se usa para romper.
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