Por: Angélica Jocelyn Soto Espinosa
Con el cierre de sexenio, este 2024 también culminó una investigación que –según se anunció desde la Presidencia con bombo y platillo– llevaría a la verdad y al esclarecimiento de las violencias de Estado ocurridas durante la denominada guerra sucia. Esta época pertenece al pasado reciente de México, pero sus consecuencias la encarnan todavía cientos de mujeres que crecieron en orfandad, que maternaron solas o en pobreza, que dedican su vida a la búsqueda de familiares desaparecidos forzados, que aún exigen justicia en procesos legales estancados o que, en la mayoría de los casos, habitan con miedo, enojo y dolor los silencios que les fueron impuestos.
La creación en 2022 de la Comisión para el Acceso a la Verdad, el Esclarecimiento Histórico y el Impulso a la Justicia de las Violaciones Graves a los Derechos Humanos Cometidas de 1965 a 1990 era una oportunidad para que México se encontrara de frente con uno de sus pasados más ominosos. Éste no fue el primer ejercicio institucional con este objetivo, ya en 2002 y 2012 hubo dos investigaciones al respecto. En esta oportunidad se buscaba zanjar las cuentas pendientes y no reabrir la herida para dejarla nuevamente expuesta.
“No es un favor ni una concesión, es una obligación incumplida por más de 50 años, una deuda con 954 mil hogares que sufren ausencias por desaparición forzada porque la impunidad se extendió como virus por todas las tierras de este país (...) solicitamos que el propósito de su función no se limite a elaborar un informe histórico o académico, que de esos hay muchos y no necesariamente contribuyen a esta causa de las familias”, dijo Rita Radilla Martínez, hija del detenido-desaparecido en los años 70, Rosendo Radilla Pacheco, durante el evento en el que se inauguró formalmente esta Comisión.
Los colectivos solicitaron a la Presidencia y a las personas comisionadas que dieran todos los recursos humanos y materiales, que abrieran los archivos militares, que involucraran a la Fiscalía General de la República, que no eludieran las investigaciones ministeriales contra militares, funcionarios y policías perpetradores, que reorganizaran la lógica de investigar y que no se les juzgara por demandar una reparación del daño. A todo esto se respondió desde el gobierno federal con un rotundo “sí” y durante las primeras semanas la promesa de verdad, memoria y justicia no hizo más que crecerse.
En medio de todo, por primera vez –dijeron las personas comisionadas– el Estado mexicano investigaría la guerra sucia con perspectiva de género, lo que quería decir que habría una metodología especializada, una ética para testimoniar, información desagregada por sexo y muchos más datos de análisis para conocer la vivencia amplia de las mujeres y las niñas que padecieron, o aún lo hacen, los efectos de esta violencia extendida. En un contexto actual de feminicidio, desaparición de mujeres y mayor presencia militar en las calles, esto también nos abría la oportunidad de revisar el pasado con ojos renovados para entender las violencias actuales.
En una pequeña casita en una localidad de Guerrero, esta idea parecía no sólo pertinente sino necesaria, ya que pondría a la luz historias como la de Luisa Urióstegui Flores, quien de niña vivió en orfandad un asedio militar prolongado, fue separada de su papá y sus hermanos, se superó a las violencias que continuaron en su vida y, a la luz de esta nueva Comisión, se planteó transitar el miedo y contar su historia para, tal vez, encontrar con vida a su papá y, de paso, darnos pistas sobre cómo opera la violencia de Estado en los cuerpos de las mujeres.
El costo a cambio de la verdad, de forjar memoria, que pagarían las víctimas, y que de hecho pagaron, iba a ser alto: abrir una herida cerrada con aguja e hilo durante años. “No pienso narrar otra vez lo que viví en esos años, que si fui torturada, eso es revictimizante. Estoy sanando las heridas y lo estoy haciendo sola. Me considero sobreviviente porque para serlo tuve que desarrollar estrategias para continuar la vida a partir de la experiencia”, dijo Laura Gaytan, sobreviviente de tortura sexual en la guera sucia, luego de insistir en una entrevista.
Martha Camacho fue detenida en una cárcel clandestina mientras cursaba los últimos meses de su embarazo. Fue torturada durante el nacimiento de su hijo, con quien –ya convertido en adulto– regresó en el contexto de las investigaciones de esta Comisión a los sótanos donde fue violentada. El dolor de ese regreso la enfermó varios meses. Camacho pidió que si iba a dar ese paso tan doloroso, al menos entraran con ella agentes de la FGR para ampliar la denuncia que presentó desde hace dos décadas y que sigue atorada.
Su caso nos ayudó a entender por qué aunque existe un registro oficial de 284 mujeres que fueron detenidas y torturadas durante la guerra sucia, al día de hoy la FGR sólo investiga dos casos y rechazó participar en las investigaciones de la Comisión. “Las heridas así no van a sanar, las heridas tenemos que sacarlas al aire y decir: mira, tengo esta herida, no me sigas lastimando aquí”, nos dijo Martha.
Dos años después de esta Comisión, ¿conocemos la verdad, se alcanzó una forma de justicia? No, al menos no del todo. Como lo anticiparon las familias, el ejercicio quedó en una serie de informes que presentaron, por un lado, los comisionados hombres y, por otro, la única comisionada mujer. La otra comisionada que también participó en el proceso, Aleida Hernández, decidió renunciar antes de acabar el periodo por la falta de apoyo y voluntad por parte de la Secretaría de Gobernación y Presidencia. Algunos colectivos de víctimas, por su parte, rechazaron los informes que recientemente presentaron los comisionados y el Estado publicó una versión modificada, mutilada, de las investigaciones centrales.
¿Se logró algo? El informe final del Mecanismo para la Verdad y el Esclarecimiento Histórico que presentaron los comisionados contiene un breve apartado en el que explican los hallazgos en materia de vivencia de las mujeres. Ellas, dice, constituyeron formas organizativas con estrategias de lucha y resistencia; perdieron a sus hijas e hijos por las condiciones de precariedad y a la falta de acceso a servicios básicos y derechos fundamentales; fueron forzadas a servir a los militares, obligadas a dejar a sus hijos, torturadas, discriminadas, hostigadas en sus comunidades y violentadas sexualmente. A largo plazo, el impacto puede verse, dijeron, en la exacerbación de enfermedades crónicas que llevaron a la muerte.
¿Qué nos quedó de este ejercicio? Queda pendiente no dejar morir la conversación –y mantenerla lo más pública y diversa posible– sobre las violencias de Estado en las mujeres, sobre los alcances de los informes y las comisiones de la verdad, sobre los obstáculos en México para encarar a los perpetradores cuando estos forman parte del gobierno. Queda pendiente conseguir oídos a las palabras en cauce que pronunciaron por primera vez muchas mujeres sobrevivientes; queda pendiente que sus denuncias encuentren un camino, una forma de justicia, y que no volvamos a sentir que las heridas –cuando son tan personales y al mismo tiempo tan colectivas– tienen que cerrarse solas.
Angélica Jocelyn Soto Espinosa es periodista, tallerista y comunicóloga independiente, especializada en los derechos humanos y los derechos de las mujeres y las niñas.