La indocilidad de las infancias
Hay algo en los infantes que nos recuerda el significado de la libertad
El otro día, en la Fiesta del Libro y la Rosa, un escritor dijo: “A mí me parece que los maestros en el país no tienen que inculcar a los niños el amor por la lectura, eso sucede en casa. Suficiente hacen con convertir en seres humanos a esas bestias”. El comentario me cayó bastante pesado. Me resulta desagradable que todavía se siga deshumanizando a las infancias, inclusive en espacios así, donde se presume tanto el amor por los libros y las reflexiones hondas.
Hace unos meses entrevisté a Tania Ramírez, la directora ejecutiva de la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) , y entre otras cosas me dijo que, aunque parecía algo muy sencillo, la mayoría de la gente no ve a las y los niños como personas. Es decir, ante sus ojos, las infancias no tienen voz ni capacidad para elegir. Sus fantasías, sus alegrías y dolores no son tomados en cuenta, inclusive en un país como el nuestro donde los infantes se enfrentan a situaciones como la desaparición forzada, la guerra perpetrada por el crimen organizado, el abuso y tantas cosas más que parecieran salidas de una pesadilla.
Aquí hago una pausa para aclarar que esta invisibilización es obra del adultocetrismo. De acuerdo con la académica Patricia Collado Vicente: "el adultocentrismo se refiere a la corriente hegemónica en la que se mueve una sociedad centrada en las necesidades e intereses de las personas adultas; de esta manera, se subordina a las personas que no encajan en el modelo, como son la infancia, la adolescencia e incluso la tercera edad”.
Esto borra del mapa a cualquier otra persona que no quepa estrictamente en la categoría de la “adultez”. Sobre esto, el pensador Jorge Daniel Vásquez asegura que “otro aspecto del poder adultocéntrico es que éste supone una racionalidad que en sentido foucaulteano refiere al modo en que funcionan una serie de prácticas históricas. Esta racionalidad pretende convertir en objeto a la realidad humana, haciendo de la juventud una cosa que puede ser medida, controlada y manipulada, puesto que en ella no se reconoce a un interlocutor-sujeto”.
Significa que los grupos sociales no-adultos, en este caso las y los niños, son entendidos como bestias que deben ser domesticadas. Tal como lo piensa el escritor que cité al principio, de quien me ahorraré el nombre. Es decir, hay algo en los infantes que se escapa a la mirada adulta, al universo acartonado que nos hemos construido. Su capacidad de caminar el mundo con otros pasos, representa una afrenta contra las normas establecidas por el poder.
Nos toca eliminar nuestros rasgos infantiles para ser tomadas en cuenta. Olvidar las prendas brillosas, las estampas, las palabras en diminutivo porque el mundo de afuera, el mundo brutal y masculinizado nos pide guerra, practicidad y, sobre todo, la puesta en marcha de un actuar donde todo esté absolutamente racionalizado y medido, incluso el amor.
La posición indómita de las infancias implica creatividad, incluso para amainar el dolor; en ellos hay sorpresa, ternura y una entrega ante la vida que la mayoría de las personas olvidamos en el trabajo, en las angustias cotidianas, en el peso absoluto de pagar la renta y “ser alguien”.
Quizás es momento de volver a ejercer nuestro oficio de recién llegadas, de mirarlo todo por primera vez. Quizás lo que debería domesticarse es a la adultez. Tal y como lo dice la escritora Alma Delia Murillo: “No sean adultos funcionales, es una trampa, una trampa maldita que poco a poco acaba con la vida”.
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