“A veces pienso en morir”, una comedia oscura para reírse del dolor
¿Cuáles son los límites del amor? ¿Cuáles son los de la tristeza?
A veces pienso en morir, de Rachel Lambert, es una cinta divertida, tierna y, al mismo tiempo, profundamente triste. Te envuelve en la vida de Fran, una mujer silenciosa que habita el mundo oficinista con tranquilidad; sin embargo, cuando mira la televisión de vuelta en casa, imagina cómo reposa sin vida sobre el pasto de un bosque cualquiera. Soñar con su cuerpo inerte y frío pareciera el único alivio que encuentra en medio de su monotonía. Y no la culpo, ¿quién no ha fantaseado alguna vez con el día de su muerte?
Lo que más me gusta de la cinta es que, a pesar de la temática, es muy sencilla de mirar. No te vas a encontrar con un dramón insufrible, de esos que te dejan en posición fetal todo un fin de semana. Al contrario, es una peli divertida que te sacará varias risas con sus chistes ácidos. Además, aunque detrás de todo se observan los rastros evidentes de la depresión que habita a la protagonista, la historia avanza suave, sin ganas de soltar puñetazos. Todo lo contrario. Te sostiene la mano apenas, como si supiera que al apretar un poquito puede romperte los huesos.
Sin duda, es una de mis películas más personales. En pantalla aparece una mujer-fantasma que habita al mundo sin demasiado interés, con una narrativa bastante autodestructiva sobre sí misma: una mujer asustada que ansía ser amada pero que, a pesar de su apariencia sumisa, permanece con la espada desenvainada, dispuesta a herir en cuanto se siente en peligro.
La entiendo. Cuando estar alerta es la única forma de mantenerte viva, se vuelve muy difícil entender el significado de una bandera blanca (en el fondo seguimos viéndola roja).
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Recién me avisaron que Caro, una excompañera de la universidad, se suicidó. Fue una semana después de reconocer ante mi terapeuta que llevo cinco meses en un episodio depresivo que se resiste a ceder; dos días después de ver A veces pienso en morir; un año después del último mensaje que nos enviamos Caro y yo.
Así pasan las cosas, tan de pronto, en medio de las acciones repetidas de todos los días. En una oficina donde nada parece tener sentido. En un departamento donde el sonido de la TV y las mantas calentitas parecen protegerte del dolor, del afuera, pero no.
Tal como en la cinta, la muerte lo ronda todo. Me pregunto si es verdad que solo el amor puede salvarnos. A veces pienso que sí; en cambio, en mis peores momentos, la realidad me sobrepasa y sé que no. El amor tampoco puede salvarme de mí misma.
Repito, eso lo pienso en mis peores momentos, cuando todo aparece distorsionado ante mis ojos. La cinta, por el contrario, nos dice que sí, que aunque el amor no es capaz de “sanarnos”, sí tiene el poder de re-vincularnos a la vida. Y eso también me parece cierto.
Amar a otro es un ritual que permite abrir las ventanas. El amor no me parece un acto puro, limpio, bello; lo veo como un caos absoluto, un remolino donde la alegría y el dolor se entremezclan. Sin embargo, te recuerda que dentro de ti hay cientos de células, que el cuerpo está repleto de terminales nerviosas, que los órganos se mueven, que hay una memoria palpitante, una mordida, un sudor en la piel. Amar a otro te recuerda que estás viva y, la mayoría de las veces, eso es suficiente.
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Pues sí, la protagonista se enamora y en ese proceso, entre las lágrimas y la emoción de conocer a alguien nuevo, cambia las fantasías de muerte por otras donde un beso lo humedece todo, donde la recaída parece menos mortal si hay una mano dispuesta a sostenerla.
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Me desagrado mucho cuando me pongo cursi, que es casi siempre. Pero esta cinta me llevó justo ahí; aunque pareciera lo contrario, me dio una palmadita en la espalda. Sentí que la peli me dijo: “La vida es así: duelos, adioses, tristezas y, sin embargo, existen las películas, la música, los juegos con amigos, las donas de chocolate y la sorpresa de todo, incluso del dolor”.
Evoco a la protagonista del metraje y me dan ganas de abrazarla, de abrazarnos, de imaginar que alguna vez la tristeza se borrará de nuestros cuerpos y nos dejará vivir de una forma donde el miedo no sea la única respuesta, donde el deseo nos movilice y nos conecte con nuestro impulso más arcaico de permanencia. Fantaseo con que eso dure muchos años y que sepamos dialogar con nuestra sombra sin rasguñarnos; que aprendamos a mirarnos y hablarnos como a un niño cuando está asustado, con ternura y suavidad. Y fin.
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