“Furia” de Clyo Mendoza: el punk hecho literatura
La furia es también una potencia creadora
Furia de Clyo Mendoza es un libro que muerde, sus colmillos guardan los residuos de pulsiones arcaicas, imposibles de nombrar con palabras conocidas. Se trata de un texto que es caída y nunca cesa de impulsar el derrumbe. Desde las primeras páginas abre la puerta de un territorio donde la realidad y lo mítico conviven en una masa indisoluble. No es de extrañar que su torrente de imágenes provoque un vértigo extrañamente placentero.
La trama no es sencilla, al contrario, me resulta complicadísimo explicarla. Y es que los relatos confluyen en su oficio de fragmentos; sin embargo, su apariencia fortuita está ligada por la angustia existencial de quienes protagonizan el libro. Los personajes masculinos son Vicente Barrera, Lázaro, Juan, El mercader y Salvador, todos ellos, hijos del mismo padre, sentenciados por una maldición que les corre entre las venas. Los personajes femeninos están representados por María, Cástula, Sara y Daniela, tres mujeres infelices, marcadas por la traición y el maltrato; todas andan en búsqueda de un poquito de amor, como niñas aferradas al calor de su padre, pero pronto se encuentran con una serie de abusos que las inyectan de resentimiento.
Aunque pareciera que cada una de las historias transcurren dentro de dimensiones separadas, los sucesos se entrelazan gracias a Vicente Barrera, un vendedor de hilos, mujeriego y violento que se dedica a embarazar mujeres por todos los pueblos que atraviesa. Así se crea una gran familia de seres que transcurren silentes, con el abandono atizándoles la nuca.
El texto comienza con dos soldados, Lázaro y Juan, quienes le atraviesan el cráneo a un niño. Este hecho inaugura entre ellos una relación sexoafectiva marcada por la brutalidad. Ambos personajes eligen la guerra para escapar de sí mismos, es en el lenguaje de la sangre donde encuentran un pequeño alivio. Finalmente, el autoexilio que se impusieron para huir de sus raíces no les funciona y, como a Edipo, el destino los alcanza.
Son Lázaro y Juan quienes encarnan al amor disidente. Ambos me parecen una mofa de la necromasculinidad protegida por la institución militar. Se trata de dos hombres con armas largas, uniformes verdes y cuerpos robustos que se penetran mutuamente en el secreto de una cueva mugrienta. Mientras sus cuerpos se exploran, Juan reclama: “Me gustaría que fueras una mujer, Lázaro. Así yo sería un hombre normal”, y el otro, por su parte, sentencia: “Qué más da que seamos: putos, hombres, mujeres; a nadie le importa, no somos nadie, Juan”.
La historia avanza solo para detenerse en Cástula y Sara, víctimas y victimarias, mujeres que rompen con la idea romantizada que predomina respecto a la maternidad. Ellas son las que emborrachan a sus bebés y los crían a golpes para que aprendan que la vida no es un juego. En una sociedad donde se enaltece la idea de una progenitora perfecta y virginal, estas mujeres representan el lado oscuro de su rol. La rebeldía de ambas radica en su capacidad de ser más humanas que madres; más melancólicas que entregadas; más envilecidas que puras.
Furia es un laberinto donde también convergen María y Daniela, quienes representan a las prostitutas, las obreras, las que transitan en los bordes, las que aprendieron a callar. Ambas comparten los fluidos reales e imaginarios del mismo hombre. Salvador las teje con los trozos de su deseo. Si es verdad que vivimos en la mirada del otro, como opinaba Lacan, estas mujeres se transforman totalmente en los ojos ajenos, y se abandonan a sí mismas con tal de ser notadas por un momento. Me resultó muy doloroso sentirlas tan actuales, como aprisionadas en su necesidad afectiva. Su monstruosidad es la de los cuerpos rotos.
Por otro lado, encuentro la médula del libro en El mercader —un hombre nómada que al mismo tiempo ejecuta el papel de Satanás—, quien se encarga de abrir la puerta que posibilita el universo ficcional de la obra. Es gracias a su presencia que lo mítico se confunde con la “realidad”; es el único que discierne entre alimañas y humanos. Y no solo eso, pues además es quien guarda en sí la verdad absoluta de los personajes; pero claro, no se trata de una verdad almidonada, sino putrefacta. Él logra ver la fétida bestialidad de los caminantes con los cuales se encuentra.
En realidad, a causa de la mezcla entre vivos y muertos, diría que este libro es una sucesión de las memorias que se han perdido en el Tártaro, aquel lugar cubierto por cuatro densas noches, un territorio más terrible que el Hades.
En esta obra la furia es una potencia que desarma cualquier otra posibilidad. Es el punk hecho literatura. Y así, entre la ira, se construyen personajes dolientes. Gloria Anzaldúa hablaba de ir hasta el fondo de la herida; pienso que, con este libro, Clyo Mendoza lo ha logrado. Su texto rasga lo profundo, supura.
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