Por: Elsa Rentería
A veces la maternidad no es tan mágica como nos la cuentan
Fui mamá a los 35 años de mi primer, mi único y mi último hijo. Cuando mi bebé nació yo aún estaba casada. Tuve un embarazo con los clásicos malestares que te hacen cuestionarte si tomaste la decisión correcta, pero tanto su papá que era extremadamente consentidor, como la gente a mi alrededor lo hacían todo más fácil. Siete horas de contracciones y un parto natural dieron por resultado a la persona más maravillosa de mi mundo: mi hijo Gabriel.
¿Me dolió el parto? Supongo que sí, dicen que pegaba de gritos, pero honestamente no recuerdo que sentí. ¿Quieres hablar de dolor desgarrador e insoportable? Ese lo viví 50 días después…
Gabriel tenía dos meses cuando se enfermó de las vías respiratorias, y yo, al verlo tan pequeño, inofensivo y con su manita de cuatro centímetros con la aguja del suero encajada, estaba dispuesta a hacer lo que fuera por él, así que le dije al doctor “quíteme los pulmones y póngaselos a él”. Su pediatra, viendo que lo decía en serio y entendiendo que realmente tenía que darme una explicación lógica antes de que me volviera loca, solo se limitó a decir: “es que no le quedan, Elsa”.
Esa fue mi primera “muerte”. Sí, esa muerte en vida donde no sabes si tu corazón se pausó o está tan acelerado que se te va salir. Esa sensación de mareo, náusea, terror, miedo, inestabilidad, agitación o cómo dicen comúnmente “sentir que se te cae el mundo en un segundo”.
Por azares del destino me separé de su papá cuando Gabriel tenía un año y medio. Y entonces todas las “muertes” subsecuentes durante los últimos nueve años las he pasado prácticamente sin alguien a mi lado, excepto con él, mi hijo.
Mi segunda “muerte” fue a sus dos años. Vivíamos él y yo solitos, eran las tres de la mañana y lo escuché llorar, llegué y tenía toda la carita, las manos y la pijamita llenas de sangre.
Resulta que mi hijo sangra de la nariz cuando hace calor, pero en ese momento estaba medio dormida. Sin entender qué estaba pasando lo cargué, lo revisé me senté en el piso a abrazarlo y a llorar con él, y después de cinco minutos se quedó dormido. Luego lo limpié, metí a lavar todo, fui por mi almohada, me quedé dormida a un lado de su cuna y al día siguiente fui a trabajar porque “así es esto”.
La tercera muerte fue cuando tenía en brazos a mi computadora, una bolsa de ropa, mi bolsa de mano, la pañalera y a Gab de tres años dormido. En eso, me resbalé porque traía tacones (iba saliendo de mi trabajo). Me fui de espaldas y me di un golpe que sentí hasta dos horas después porque mi alma estaba enfocada en lo que a él le pudo haber pasado; al final, no le pasó nada.
La razón por la que no bajé las cosas primero fue porque donde vivía no había estacionamiento y tenía que estacionarme a dos cuadras, además, era de noche y no podía dejar solo a mi hijo en el coche o en el departamento mientras regresaba por lo demás. Al día siguiente me fui a trabajar porque, de nuevo, “así es esto”. Y así como estas “muertes” tengo varias y las que se siguen acumulando.
No le voy a quitar el mérito a las mamás que tienen a una pareja o a personas que las ayudan con las labores de cuidados, pero cuando estás sola y tu hijo tiene 40 grados de temperatura a la una de la mañana y lo tienes que meter a bañar porque no hay nadie que te pase una toalla o su ropa mientras tú lo sacas de la regadera, te vuelves prácticamente la única adulta responsable de lo que pueda pasar a puerta cerrada, así que no se vale estar cansada o con sueño.
Cuando no te da tiempo de hacer de comer no tienes a quién decirle “¿te encargas tú?”, ni tienes tiempo de bajar dos minutos a la tienda mientras alguien te lo cuida. Si te enfermas y quieres acostarte o tomarte alguna pastilla que te pueda causar somnolencia, no se puede porque siempre tienes que estar al 100.
Pero yo les juro, hermanas mías, que todo lo anterior es NADA en comparación con la preocupación y el estrés que te causa el que tus hijos estén sufriendo. Al día de hoy no conozco dolor más insoportable que ver a tus criaturas con lágrimas en los ojos ¡sin importar la edad que tengan y sin importar el motivo!
Y lo sé porque tengo el ejemplo de mi mamá que sigue corriendo de Tampico a la Ciudad de México cada que le hago una llamada de “te necesito a mis 44 años porque corté con mi novio y estoy triste” o a mi tía que ha “muerto” ya tantas veces… la última fue hace poco porque a mi prima de 50 años le detectaron cáncer.
Mi historia no es igual que la tuya. No estoy diciendo que todo esto les pase a todas las mamás, ni que las que estamos solas sufrimos más, pero sí quiero compartirte una probadita. Nadie puede ni debe juzgarte si no estás dispuesta a vivir tu vida “muriendo”; eso no te hace egoísta, te hace una persona consciente.
Ser mamá no te hace “más mujer” como decían algunas bisabuelas; somos mujeres grandes, poderosas y completas, tengamos hijos o no.
Gabriel va cumplir 10 años y no hay un solo día que me arrepienta de ser su mamá. Pero confieso que mi estabilidad emocional pende de un hilo desde el día que supe que estaba embarazada… y sigue en aumento. Como dice el meme: “también te va pasar a ti”, ¿estás lista?
Sobre la autora
Elsa Rentería ha sido presentadora de noticias, conductora de programas de política, maternidad, música y estilo de vida. Actualmente es creadora de contenido en diferentes plataformas y gerente de Coldwell Banker Novac en Nuevo Polanco.
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