Lo que nunca falta en la mesa, pero sí en el corazón
La mesa perfecta no es la que deslumbra, sino la que conecta
Hay algo mágico en las mesas largas y bien puestas, esas que parecen salidas de un tablero de Pinterest: la vajilla perfecta, las servilletas impecablemente dobladas, y claro, un centro de mesa que cualquier invitado se quiera llevar. Pero, ¿qué pasa cuando toda esa perfección se siente vacía?¿Qué sucede cuando dedicamos más tiempo a elegir las flores del arreglo que a preguntar cómo está realmente quien se sentará a nuestro lado?
Algunas veces he sido la anfitriona que se obsesiona con que el vino combine con la cena olvidando que la prioridad es poner sobre la mesa los sentimientos de los invitados. Y es que nos han vendido la idea de que una fiesta exitosa se mide en fotos bonitas y no en conversaciones profundas. Sin embargo, con los años –y más de una sobremesa fallida– he aprendido que lo que falta en el corazón no se rellena con manteles elegantes.
La mesa perfecta no es la que deslumbra, sino la que conecta. Es la que reúne historias, risas y hasta alguna lágrima en medio del brindis. Porque cuando apagamos el piloto automático y nos atrevemos a escuchar de verdad, algo cambia. En vez de preguntar “¿cómo estás?” por cortesía, podemos arriesgarnos a preguntar: “¿cómo te sientes últimamente?”. Puede ser incómodo, pero también inesperadamente profundo.
Una de mis autoras favoritas, Esther Perel, dice que “la calidad de nuestras relaciones determina la calidad de nuestras vidas”. Y, sin embargo, muchas veces estamos más preocupadas por el tamaño del pavo que por el vacío emocional de quien lo servirá.
Debemos recordar que las verdaderas conexiones requieren la valentía de mostrarse imperfectas y por supuesto, vulnerables. Lo que más nos falta en las reuniones no es un plato extra, sino atrevernos a ser lo más auténticas que se pueda.
Hoy quiero invitarte –e invitarme– a repensar nuestras mesas. En esta temporada de fiestas, prioricemos lo que de verdad alimenta: un abrazo sincero, una conversación desde el alma, y la certeza de que estamos presentes, no sólo físicamente, sino emocionalmente.
Porque cuando todo termina, las mesas se desarman, los manteles se lavan y las copas se guardan. Pero lo que queda es lo que compartimos más allá de los platos. A lo mejor esa es la verdadera magia de las fiestas: no lo que nunca falta en la mesa, sino lo que decidimos poner en el corazón.
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